jueves, 24 de abril de 2008

Encuentros en la novena fase (I)

Incluso antes de convertirnos en amantes oficiales, Clara se propuso hacer realidad mis mayores anhelos. Y no pude quejarme. ¿No estaba, yo, hartita de tanta paz, tanto equilibrio y tanto celibato? ¿Acaso no le pedí al Universo que, por favor, por favor, me mandara una novia mona, pija y muy activa, sexualmente? Pues me la mandó. Con lo que no conté fue conque si el Universo no te concede una de tus peticiones es porque no te conviene en absoluto, ahora bien, como te pongas pesada, te concede lo que le pidas, pero, ¡ojitísimo!, literal. Y, a mayores, por el mismo precio, te incluye en el pack una, o varias oportunidades de aprendizaje y crecimiento personal.
Mi relación con Clara me permitió hacer varios cursillos y algún que otro master, todos muy prácticos, todos muy instructivos:
1.Estulticia emocional. Viaje a los entresijos de sus emociones. Visita guiada a El Paraíso, alojamiento y desayuno. Estancia en El Infierno, pensión completa, extras.
2.Taller de escritura. Cartas de amor. Nivel avanzado.
3.Expresión artística. Collages.
4.Psicología para torpes. Descuide todos y cada uno de sus proyectos personales.
5.Relaciones personales. Masacre sin piedad a sus amistades con el relato pormenorizado de sus desventuras sentimentales, I y II.
6.Economía del despilfarro. Enriquezca a Telefónica y benefíciese de importantes gravámenes.
Según avanzaba en mi nivel de formación, mi vida adquiría tintes de melodrama, pero yo, inasequible al desaliento, me esforzaba todo lo que me permitían mis (escasas) luces en alcanzar los objetivos propuestos y repetía lección tras lección, en un afán desmedido por alcanzar las cotas más altas de realización. No sé si a todo el mundo le pasará lo mismo pero lo que es a mí, que debo ser la más torpe de las mortales, me resultaba imposible pasar de tema. Hubo veces que hasta tuve la impresión de encontrarme de nuevo en el colegio, copiando, por enésima ocasión, cien veces, la misma palabra, bajo la severa mirada de la Madre Eugenia, después de que descubriera que había vuelto a equivocarme en su ortografía.
—Desde luego, señorita Coreta, lo suyo es un caso—me reprendía, observando mi dictado con gesto de infinito hastío— ¡Ha vuelto a escribirla mal! Siéntese al fondo de la clase y ya sabe lo que tiene que hacer. Y, por supuesto, olvídese del recreo, hoy, y toda la semana.
Y allá iba yo, pasillo adelante, con la cabeza baja, para no tener que encontrarme con las miradas burlonas de mis compañeras, mi libreta azul de dos rayas y mi resignación dispuesta a cumplir la condena.
Estoy segura de que si la Madre Eugenia me hubiera visto en aquellos momentos, no podría reprimir el mismo gesto de disgusto con el que me obsequiaba cada día en clase de Lengua, al que añadiría otro de total satisfacción al constatar que, ya lo decía ella, que yo era bastante rarita y que de una cabecita como la mía no podía salir nada decente.
No pretendo comparar al Universo con la Madre Eugenia, ¡Dios me libre!, aunque en ocasiones como las que relato, volví a sentirme como cuando tenía once años y me esforzaba en escribir la grafía correcta de aquella (jodida) palabra, mientras escuchaba la algarabía de mis compañeras disfrutando de un recreo al que raras veces tenía derecho.
Para mayor escarnio, al mismo tiempo que me convertía en la amante de Clara, retornaron a mi vida algunos personajes del pasado, de los que estaba convencida me había librado, obligándome a desenterrar viejos e indeseables fantasmas.
El primero de estos reencuentros lo protagonizó Rebeca, una antigua conocida a la que había tenido que echar de mi vida meses atrás, por pesada y, como diría Violeta, por intensa. Rebeca es caso típico de la persona a la que das la mano, te coge la otra, el pie y, si te descuidas, te arrastra por la melena. Lo hace de una forma tan sibilina que, cuando quieres darte cuenta, se ha colado en tu vida y no sabes cómo deshacerte de ella.
La primera vez que me asaltó fue en la fiesta de mujeres que Carmen había organizado con motivo de un ocho de marzo, un par de años atrás.
—Hola, Ana ¿te acuerdas de mí? —me preguntó, con la mejor de sus sonrisas.
No, no me acordaba. Me refrescó la memoria inmediatamente.
—El año pasado, cuando cumplí los treinta, tuve una crisis horrorosa. Me encontraba tan mal, estaba tan deprimida, que no me quedó más remedio que acudir a una profesional que me ayudara a salir del hoyo. Como te conocía de un curso que diste en el colegio de mis hijos, llamé a tu consulta. Hice seis meses de terapia con Sara. Nos vimos varias veces allí.
— ¡Ah, sí! — mentí— ¿Qué tal te va?
—Ideal —respondió ufana—. Me vino fenomenal. Gracias a lo que aprendí con vosotras estoy haciendo lo que siempre he querido hacer.
—¿...?
—Escribir —afirmó, dando por sentado que yo tenía que conocer los pormenores de su caso.
Sin darme la menor oportunidad, me puso en antecedentes de toda su vida. Se había casado a los diecisiete a causa de un inoportuno embarazo. Tenían dos niños, César, como su padre, Antonio, como su abuelo paterno, de doce y trece años, respectivamente. Su marido pasaba mucho tiempo fuera de casa y ella, con los hijos casi criados y sin ningún problema económico, se sentía profundamente insatisfecha con su vida.
—Mientras los niños son pequeños —aclaró—, te llevan mucho tiempo, ya lo sabes, pero luego, cuando crecen y ya no te necesitan tanto, te sientes como vacía, como sin nada que hacer. Yo lo pasé fatal, por eso me decidí a acudir a tu consulta, porque se me caía la casa encima, sólo pensaba en llorar y no tenía ganas de hacer nada. Hubiera preferido que me atendieras tú, porque me impresionaste mucho en aquel curso, pero luego estuve muy contenta con Sara. Gracias a ella, que me obligaba a llevar un diario personal, me di cuenta de que lo mío era escribir. Fíjate que hasta voy a presentarme a un concurso.
Maldita, maldita vanidad. Aquel «me impresionaste mucho» fue suficiente para que le prestara más atención de la que hubiera debido. Eso, y el nada sutil coqueteo que me dedicó desde que comenzamos la charla.
—No sabes la ilusión que me hace estar aquí, charlando contigo —dijo, desplegando todos sus encantos—. Cuando te conocí, pensé lo mucho que me gustaría que fuéramos amigas, pero te veía tan interesante, te admiraba tanto, que no me atreví a acercarme a ti.
Insisto: maldita y jodida vanidad. Y maldita necesidad de sentirse importante.
—Creo que exageras —le dije, halagada por tanto piropo.
—No, Ana —respondió, negando con la cabeza, a la vez que me apretaba el antebrazo —, y tú lo sabes.
A partir de ese momento, dejó de hablar de sus cosas para centrarse en las mías. Me hizo hablar de mí misma — ¡qué más quise!—, de mi trabajo, mis proyectos, incluso mi vida personal, de la que preferí no darle datos comprometedores, interesándose vivamente por todo lo que le contaba.
Sólo gracias a Lucía, que me reclamó con un «Chica, Ana, que hace mil años que no te veo...» pude librarme de ella aquella noche.
Una semana más tarde:
—¿Ana?— reconocí su voz al otro lado del hilo, sin dar crédito—, soy Rebeca. ¿Cómo estás?
—Bien —respondí mecánicamente—. ¿Y tú?
—Oye, mira, perdona que te moleste —demasiado preámbulo—, es que... —Dime —pedí, sin sospechar lo que se me venía encima.
—Quería pedirte un favor.
—Tú dirás...
—¿Te acuerdas que el otro día, en la fiesta, te comenté que pensaba participar en un concurso literario?
¿Cómo no?, si me lo repetiste veinte veces, so pesada.
—Si, claro.
—Pues, es que —continuó, como si le costara verdadero esfuerzo decidirse a hablar—, me haría mucha ilusión que revisaras los cuentos que voy a presentar. Como me comentaste que te dedicas a traducir, he pensado que, a lo mejor, no te importaría corregir algunos errores que seguramente tendré.
Volvió a pillarme. A mí, y a mi punto flaco. Tantos años sufriendo en silencio la prepotencia de Bárbara y sus constantes devaneos, me habían convertido en presa fácil para personas como Rebeca, o Clara, que saben como tratarte para conseguir que su presencia no te pase desapercibida. Accedí.
—No sabes cómo te lo agradezco —me dijo—, no tenía ni idea a quién recurrir. Podrás imaginar que, entre mis amistades, no tengo a nadie que pueda orientarme en ese terreno. ¿Cuándo te viene bien?
Tal y como habíamos quedado, se presentó en mi casa al día siguiente, hecha un brazo de mar, con una voluminosa cartera de piel que contenía el total de su producción literaria.
—He traído algunas cosas más —comentó muy ufana—, por si te apetece echarles un vistazo. Aunque, no quisiera molestarte...
—La verdad es que no tengo mucho tiempo —me disculpé, horrorizada ante la posibilidad de tener que leerme toda su obra.
—No te preocupes, no tengo prisa —se apresuró a decir—, puedes quedártelo todo el tiempo que quieras. Lo que de verdad me interesa son los cuentos que voy a enviar al concurso.
Leí la primera entrega tomando el café, provista de un lápiz, que ella misma me proporcionó, para poder efectuar las correcciones necesarias. Se trataba de una colección de seis cuentos cortos, escritos a máquina, de temática común: las consecuencias de una infancia desgraciada.
Según me contó ese mismo día, su infancia había sido muy, pero que muy infeliz. Sus padres se habían divorciado, después de una larga y penosa convivencia, a causa del alcoholismo de su padre, que maltrataba, verbal y físicamente, a su madre y a sus dos hermanas, convirtiendo la vida familiar en un auténtico infierno.
—Por eso me quedé embarazada, para que me obligaran a casarme —me explicó—, para salir de aquella casa, de aquel horror. Mi padre no asistió a mi boda —añadió compungida—, porque, como yo era la pequeña, mi madre pidió el divorcio en cuanto fijé la fecha de la boda.
Para mi gusto, los cuentos no tenían pase, pero no le dije nada. Ella estaba muy ilusionada y yo no me sentía comprometida con ella hasta el punto de ser sincera. Corregí la ortografía, la sintaxis, añadí algún que otro conector que facilitara la cohesión textual, eliminé alguna redundancia, en fin, que me esmeré. Por último sugerí el empleo del ordenador para simplificar el trabajo.
—Tienes razón —dijo con gesto de circunstancias—, pero no me decido. Y mira que, mientras los niños están en el colegio, que comen allí, lo tengo para mí sola, pero... no sé, me da miedo... Ahora que, pensándolo bien, puedo hacer un cursillo.
—Te vendría estupendo —le aseguré—, no sólo por la ortografía sino por lo mucho que te facilita las correcciones.
Nos despedimos, tres horas después, ella infinitamente agradecida, yo con la cabeza como un bombo.
A partir de aquel día, Rebeca se convirtió en una presencia constante en mi vida. Un par de veces por semana, con cualquier pretexto, se presentaba en mi casa, siempre sin avisar, siempre con un «No quisiera molestarte», siempre hecha polvo por los innumerables problemas que le acarreaba aquel matrimonio que la abocaba a ocuparse sola de la educación de sus hijos —«Fíjate tú, en una edad tan delicada», pero, «Casi prefiero que no esté. Es de los que piensan que puede suplir sus ausencias con dinero, dándoles todos lo caprichos»— o, en su defecto, haciéndome partícipe de algunas confidencias que hubiera preferido no escuchar.
Empezó quejándose de la cantidad de tiempo que pasaba sola y terminó confesándome que la crisis de la que me había hablado, la había motivado la atracción que sentía por una chica con la que coincidía en el gimnasio. Al principio no le dio importancia, hasta que se percató que se había enamorado perdidamente de ella. Cuando, después de mucho pensarlo, se decidió a sincerarse con la susodicha, ésta abandonó las clases de Pilates y Body-Balance y no supo nada más de ella. Hundida, se refugió en la terapia y en la escritura.
—El caso es que, desde entonces —me dijo con su habitual gesto melodramático—, me he dado cuenta de que me atraen las mujeres, Ana. Y no sé qué hacer. Ahora mismo creo que me he enamorado de una, pero no me atrevo a decírselo.
Le faltó tiempo para declararme su amor. Espantada con la posibilidad, utilicé los argumentos de rigor —«A lo mejor estás confundiendo la admiración con el amor», «Quizás te sientes muy sola y, como últimamente nos vemos tanto...»—, en un intento deseperado por persuadirla de que había errado el tiro; que, de acuerdo, yo era lesbiana, pero que eso no implicaba que tuvieran que gustarme todas las mujeres con las que me relacionaba y ella, sintiéndolo mucho, no me atraía en absoluto, aunque podíamos ser amigas, si a ella le parecía bien, pero nada más.
Aceptó mis condiciones poniéndose más intensa que nunca. Ya no se conformaba con venir a casa y hablar de literatura, cine, los hijos o las dudas metafísicas sobre su orientación sexual, si no que empezó a insistirme para que saliera con ella y la llevara un bar de mujeres, incluso me invitó a Madrid, o Barcelona, para que pudiéramos movernos con más soltura. Así, lo que podía haber sido el principio de una bonita amistad, terminó por convertirse en una auténtica pesadilla. Llegó a agobiarme tanto que decidí librarme de ella lo antes posible.
Inicié la operación despiste con la inestimable colaboración de Loli, que aceptó cambiar su horario para cubrirme la tarde. Dejé de coger el teléfono y contestar al telefonillo en las horas críticas. Concerté una contraseña con mis amistades más cercanas, para evitar que me cogiera por sorpresa y, cuando no pude evitarlo, le di tantas disculpas, que otra en su lugar se hubiera dado por enterada. Ella no.
Pero, como no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista, una de aquellas tardes se me presentó la oportunidad de hacerle ver, de forma clara y contundente, cuanto interfería en mi vida y que poco respetaba mi intimidad. Coincidió que Violeta, que estaba trabajando en la decoración de una óptica, cerca de mi casa, me había avisado de que subiría a tomar el café en cuanto diera las instrucciones a los operarios. Esperé la llamada diaria de Rebeca —que llevaba colapsando el buzón de voz una semana—, cogí el teléfono y acepté tomar el café con ella, advirtiéndole, muy seriamente, que debería irse cuando llegara una amiga con la que había quedado a media tarde para hablar de un asunto muy importante, amén de privado.
Tal y como imaginé hizo caso omiso de mi petición. Se apuntó al café que preparé para Violeta. Me pidió un chupito de güisqui, con dos piedras de hielo, porque, con tanta cafeína, casi necesitaba algo que le templara los nervios. Trató a mi amiga con la misma familiaridad que si la conociera de toda la vida, haciéndole partícipe de sus proyectos, le interesaran, o no. Cuando estuve segura de que no tenía ninguna intención de respetar nuestro pacto, me vi en la obligación de recordárselo y pedirle que, por favor, nos dejara solas.
A pesar de que no fui lo contundente que me hubiera apetecido se sintió terriblemente ofendida por mi actitud y me lo demostró dejando de llamarme —¡Loado sea Dios!— y de presentarse en mi casa a la menor oportunidad —¡Loado sea su santo Nombre! Es decir, que desapareció de mi vida. No la eché de menos. Es más, me olvidé hasta de que existía.
Pero... Casi un año después, una tarde en la que, como de costumbre, me dirigía hacia el Frida, dando un paseo por el parque, después de una intensa jornada frente al ordenador, regresó sin avisar.
Envuelta en una inmensa parca verde oliva, con el pelo cayéndole por la cara, los ojos ocultos tras unas gafas de sol, a todas luces innecesarias a aquellas horas de la tarde, los hombros hundidos y la expresión más dramática que le había visto, avanzó hacia mí.
—Hola, Ana —dijo, con una voz directamente salida de ultratumba.
—¡Rebeca! —exclamé más por la impresión que por la alegría del inesperado encuentro— ¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida?
—Precisamente estaba pensando en suicidarme
—Pero, ¿qué dices, mujer —pregunté sin saber hasta que punto me hablaba en serio.
Para avalar lo auténtico de su declaración extrajo, de uno de los bolsillos de la parca, varios folios doblados que me tendió.
—Es mi despedida ¿Quieres leerla?
—No, deja —respondí horrorizada—, casi prefiero que me lo cuentes.
—No quisiera molestarte...
¡A la mierda con tus «No quisiera molestarte», si no quieres molestarme, suicídate y déjame en paz! En vez de eso, insistí:
—Venga, mujer…
—Es que, no sé si debo…
¿Habrá alguien capaz de aprovechar semejante oportunidad y responder «De acuerdo, como quieras, hasta luego, que te suicides bien»? Yo sí, desde luego. Aunque eso era lo que debería haber hecho. Primero, porque aún no he conocido a nadie que habiendo decidido suicidarse, ande avisando por ahí y, segundo, porque, conociéndola como la conocía, no debería haber caído en la trampa. Pero, ¿y si se suicidaba?, ¿podía arriesgarme a vivir con semejante responsabilidad?, ¿qué resultaba más penoso, cargar con un suicidio o con ella? A la vista del cariz que tomaron los acontecimientos puedo decir, por duro que resulte, que me hubiera resultado más liviano correr el riesgo. Entonces, quizás por la punzada de culpabilidad que sentí al verla en tal estado, opté, una vez más, por escucharla, no sin antes haberme encomendado a mi ángel de la guarda y a todos mis espíritus protectores.
—A ver, Rebeca, cuéntame qué es eso de que estás pensando en suicidarte —pedí resignada a mi suerte.
—No tengo otra salida, Ana, no tengo otra salida —manifestó, acentuando su habitual tono melodramático—. Soy un desastre. Todo me sale mal. Sólo sirvo para hacer sufrir a las personas que tengo a mi alrededor.
Previendo que ni la caridad iba a librarme de ser depositaria de todas sus desgracias y como empezaba a refrescar, le sugerí que nos fuéramos a mi casa.
—Nos tomamos un café y me lo cuentas con calma.
—Me había jurado no volver a tu casa, después de lo que pasó...
Cualquiera, con dos dedos de frente, no hubiera dejado pasar la oportunidad y hubiera respondido: «Tú misma, bonita» — porque, vamos a ver, si una persona te asalta amenazando con que tiene la intención de suicidarse, le tiendes la mano, le ofreces cobijo, café y compañía, ¿a qué viene echarte en cara antiguas diferencias?, máxime cuando de lo que pasó la única responsable era ella—, no yo. Me la llevé a casa, le preparé una tila alpina, le enjareté dos valerianas y me dispuse a escuchar.
El motivo de su desesperación no era otro que haber asumido, ¡por fin!, su orientación sexual y habérselo comunicado a su marido a bocajarro, con la consiguiente sorpresa de éste que, a renglón seguido, la amenazó con divorciarse y quitarle a sus hijos, por infiel y por depravada.
Según me explicó, se había enamorado de una joven directora de cortos, a la que había conocido en el Batik-Ano poco después de que yo la echara de mi casa. Al cabo de varios meses de intenso, pero infructuoso cortejo, Vanessa, le había declarado su amor y el deseo de que se conocieran más íntimamente, justo en el momento en el que César había decidido coger una semana de vacaciones. Como la chica vivía con sus padres, la única posibilidad de consumar, como Dios manda, era utilizar la casa de Rebeca. La típica solución del hotel de las afueras ni se les pasó por la mente. La presencia de César abortó sus planes, por lo que ambas se dedicaron a beber como cosacas durante toda la noche. A las nueve de la mañana, cuando los niños estaban en el colegio, Rebeca regresó al hogar enrabietada por no haber podido follar con su amor y borracha como una pioja.
Ante los naturales reproches de su marido, producto de la lógica preocupación por unas ausencias nocturnas que se repetían con demasiada frecuencia, no pudo por menos que desahogar su enojo, haciéndole culpable de su frustración a la vez que le confesaba su pasión por Vanessa. Él, desesperado, la arrastró hasta el baño, la metió en la bañera, vestida y todo, abrió el grifo del agua fría y le quitó la borrachera por la vía rápida. Amenaza de divorcio. La custodia de los hijos, por supuesto para él. La pensión, ni soñarla.
Para colmo de males, Vanessa, enterada del drama familiar que había provocado, huyó de su lado. De nada sirvieron las súplicas de Rebeca ni sus promesas de separación ni el desprecio por la custodia de los hijos o la pensión compensatoria. La chica afirmó que no quería cargar con semejante tragedia sobre sus espaldas y que, por lo tanto, lo suyo se había acabado sin remisión.
Rebeca, desesperada y despechada, aceptó las condiciones de César que consistían en:
1º) No volver a hablar del tema de su pretendido lesbianismo.
2º)Acudir a un consultor matrimonial que les ayudara a superar el trauma. Y,
3º)Que ella se pusiera en manos de un psicólogo que la ayudara a reconducir su extraviada conducta, sexual.
Como era lógico no pudo cumplir ni una de las condiciones. La sola idea de tener que relacionarse sexualmente con su marido le producía repulsión. Su continua presencia en casa —él aprovechó la circunstancia para coger una baja por depresión y así tenerla controlada—, la enervaba, a pesar de que el pobre hombre retiró sus amenazas y, entendiendo que ella estaba enferma, se mostró comprensivo y solícito. Lo único que aceptó fue ponerse en manos de una especialista, Sara, por supuesto.
Acuciado por su propia desesperación, César, recurrió a su familia en busca de consejo y consuelo. Escándalo familiar. Los niños, a casa de su abuela paterna, mientras se solucionara la situación. Más incomprensión, más reproches, más depresiones de la madre, la suegra, hermanos, primos, cuñados, y demás familia.
—Lo tengo todo en contra, Ana —afirmó entre suspiros—. Nunca voy a poder ser feliz como quiero, por eso he decidido quitarme del medio.
Sentí lástima por ella. Me conmovieron sus lágrimas, la tremenda tristeza que leí en sus ojos, su indefensión. Me solidaricé tanto con ella, que volví a admitirla en mi vida. Craso error.
Nunca me arrepentiré bastante de esta vis pseudo-samaritana que me aboca a convertirme en adalid de causas imposibles, en consejera sentimental, o matrimonial, o sexual, o lo que sea, con tal de sentirme importante y reconocida. Nunca me arrepentiré bastante de haberme implicado en un asunto que no me concernía. Nunca me arrepentiré bastante de haberme sentido culpable por haberla echado de mi vida. Nunca me arrepentiré bastante de haberle permitido que volviera a colarse en mi vida, esta vez acompañada.
Sí, sí, acompañada. No contenta con aprovecharse de mi debilidad para martirizarme con sus propios avatares, me convenció para que, como profesional que era, ayudara a su marido a superar el trance y, de paso, lo persuadiera para que le concediera un divorcio digno.
Aclaremos lo del divorcio digno. Durante el tiempo en el que no tuvimos contacto, Rebeca descubrió que estaba perdiéndose lo mejor de la vida, a saber: noches eternas, alcohol, alguna que otra droga blanda y menos blanda, coqueteos a go-go, sexo seguro —es decir, sin posibilidades de embarazo—, vocación con glamur y, sobre todo, ¡libertad, libertad, sin ira libertad!, a la vez que se percataba de lo dura que había sido su vida como ama de casa abnegada, madre amantísima y esposa fiel. Una vez aceptada su sexualidad —que según ella se había obligado a soterrar por su situación familiar—, decidió que aquello de levantarse a las siete y media de la mañana, atender a los hijos y llevar la casa, no le permitía realizarse como mujer y, mucho menos, como escritora, por no entrar en el tema de cumplir con sus obligaciones como esposa. También decidió que los larguísimos años de matrimonio le daban derecho a una indemnización en forma de piso de ciento cincuenta metros cuadrados y un subsidio que le permitiera desarrollar su vocación de escritora, a la que había tenido que renunciar por su condición de esposa y madre precoz. Aclarado todo ello, le cedió a César la custodia de sus hijos, que vivirían con su abuela paterna mucho mejor que con ella porque «Las escritoras llevamos una vida muy anárquica, Ana. Yo, por ejemplo, escribo mucho mejor de noche, pero si tengo que levantarme a las siete de la mañana para ocuparme de los niños, no puedo pasarme la noche escribiendo».
Me llevó casi dos meses descubrir cuáles eran sus verdaderas intenciones. En el ínterin, ejercí de consejera matrimonial y mantuve varias conversaciones con su marido, que requirió mis servicios gratuitos en media docena de ocasiones, una de ellas, acompañado de un íntimo amigo suyo, un domingo por la tarde que me pilló en casa a causa de que Clara había tenido una bronca monumental con Angus y no había podido escaparse.
Una vez que consiguió el divorcio digno y una novia, estudiante de psicología, dejó de llamarme con la misma asiduidad. Pasado un tiempo prudencial, incluso dejó de llamarme.
Lo único que me salvó de enloquecer, durante los meses en los que actué como consejera sentimental de Rebeca y su angustiado esposo, fue la vorágine a la que me arrastró mi relación con Clara. Tras el obligado periodo de reposo y recogimiento cuasi místico al que me habían abocado mi divorcio de Bárbara, y los episodios que tuvieron lugar a continuación, su presencia en mi vida fue, más que un soplo de aire fresco, un auténtico vendaval, y la excusa que me permitió resarcirme de tanto encierro, tanta tranquilidad y tanto celibato que, las cosas como son, llegó un momento en que ya me pareció excesivo.
Por si fuera poco, me proporcionó alguna que otra satisfacción de ésas que no tienen precio.
Uno de los pequeños inconvenientes de vivir en una ciudad de provincias es que, en los círculos demasiados cerrados como el nuestro, medio mundo está al cabo de la calle de la vida y milagros del otro medio, y viceversa. Los datos recogidos en las tertulias sirven como baremo para adjudicar a cada cual su puesto en el escalafón ambiental, que incluyen categorías que van de pringada a divina, pasando por varios estadios intermedios sin relevancia. Estas listas de popularidad, escritas en el aire, idénticas a las publicadas por cualquier revista americana, tienen tanto peso que, según sea tu lugar en el escalafón así te tratan, incluso aquellas personas que consideras cercanas. Años de experiencia y observación sistemática me han permitido concluir que los aspectos a tener en cuenta, si te interesa elevarte a la cima, son los siguientes:
a)Dejarte ver todos los fines de semana en los bares de moda, cinco puntos.
b)Saludar a diestro y siniestro de la que entras en el bar, cinco puntos.
c)Ir mona de la muerte y cambiar de modelo en cada aparición pública, cinco puntos.
d)Pasar un güiquén en el campo o la playa, rodeada de amistades exquisitas, cinco puntos.
e)Codearte con celebridades locales, diez puntos.
f)Cerrar el bar con la dueña, o, en su defecto, que la propia dueña te invite a las copas, diez puntos.
g)Un par de semanas al año en cualquier capital europea, o NY, diez puntos.
h)Tener pareja, cincuenta puntos.
i) Que tu pareja sea más que deseable, cien puntos.
Si logras mantenerte en un promedio de ciento sesenta o setenta puntos, entre uno y otro, no tienes más problemas que el de despertar una mezcla de insana envidia y secreta admiración, amén de los consabidos comentarios, de la más diversa índole, especulaciones varias y tal, y pascual. Pero como bajes de los ciento cincuenta, chungo. Pueden llegar a tacharte de las agendas. Es más, te arriesgas a que cualquier mindundi se crea en el derecho de aconsejarte y, si te pilla desprevenida, darte alguna lección gratuita sobre psicoanálisis argentino, por ejemplo.

16 comentarios:

Mármara dijo...

Confío en que esta letruca, más grande y más oscura, minimice el nocivo efecto que tiene sobre vuestra visión la lectura de este culebrón.

errante dijo...

yo no es por llevar la contraria pero a mí me gustaba más la otra, y mientras cuento mis puntos te sigo pidiendo más, jeje, me encanta, lo confieso, me encanta

errante dijo...

quiero decir que me encanta el relato, no llevar la contraria

errante dijo...

ah, y la explicación a porqué me gustaba más la otra letra, que creo que es la Times new roman es porque leo más deprisa; por la letra y por su tamaño, pero si alguien prefiere ésta yo no digo nada.

Anónimo dijo...

Yo agradezco el tamaño, el estilo de letra ya me da igual.
Qué fuerte la Rebeca ¿no? Y cuántos vampiros emocionales andan sueltos por ahí. Sin duda para detectarlos lo de la tendencia al halago es una técnica indispensable.
Pero amos, maja, que tú podrías tener 450 puntos o más en ésa época, pero con el juego que le diste a Rebeca de pringadilla no pasas :-P

prófuga dijo...

coño, a mi me da -5 puntos!

Morgana dijo...

Se agradece el tamaño de la letra la verdad. Me está encantando.

Mármara dijo...

La letra es la misma, Errante, Verdana, sólo que más grande.
No te haces una idea, Ohne, del nivel de pringación al que llegué, y no por Rebeca, precisamente, pobrecilla infeliz. Lo peor, para mí, no son los vampiros emocionales, que los hay a patadas, sino las víctimas que los alimentan. Y, desde luego, jamás llegué a los 200 puntos, aunque anduve "alredor".
Mucho me place que os guste esta "autobiografía", chicas, ya que hacéis el esfuerzo de leerla.

Blasfuemia dijo...

Voy yo con retraso a este entramado socio-emocional. La letra, me parece bien. Lo demás, estoy a punto de hacer un croquis porque me pierdo a ratitos con tanto personaje (o es que me lo parece a mi).

De lo que me voy dando cuenta es de cuánta energía has desperdiciado en causas perdidas.. vaya ojo tienes, nena.

En su momento tuve puntos, eh, pero ahora como prófuga, saldo negativo.

Anónimo dijo...

¿Cómo que negativo, gilipollas? ¿Qué me dices de los 150 puntos de tener una pareja más que deseable? Grrrrrrrrrrrrrrrrrr.

Mármara dijo...

Sí, sí, Blasf, vete haciendo un croquis, tipo Alice, y luego lo publicamos para facilitar la comprensión.
Sí que he desperdiciado tiempo y energía en causas perdidas. Es mi sino. Algo así como aquello de "si naces pa martillo...".
Yo que tú, Ohne me pondría seria. Que esos 150 puntos los tenéis fijo. Y con el último viajecillo, 10 más.

errante dijo...

bah, pobrecicas... yo tengo tantos puntos que os puedo dar a todas las que queráis...

ConchaOlid dijo...

bueno, te perdono lo del oftalmólogo.
Y sobre puntos... prefiero ni echar la cuenta.
PD: para cuando más???

Anónimo dijo...

Ays. Si es que no sé, nena. Ni pensando en Cela faenándose a la Castaño me puedo dejar de reír.

Mármara dijo...

Mañana in the morning(D. m.), y por parafraseasr a Lola Van Guardia, una nueva entrega de este culebrón lésbico por entregas. Zenkiu so mach for your patiens an for your quidnes.

Mármara dijo...

No sabes cómo me alegro de que te diviertes, Ohne.