martes, 29 de abril de 2008

Encuentros en la novena fase (y II)

¿Quién, si no Güendy, para sacarme de mis errores y mostrarme el auténtico sentido de la vida, y el porvenir? A mí, que siempre fui, a sus ojos, la pringada mayor del reino, quizás porque nunca mostré la menor intención de vengarme de ella, a pesar de que se hubiera portado conmigo como alimaña; quizás porque, a pesar de todos los pesares, fui tan débil como para seguir relacionándome con ella sin recriminarle, en ningún momento, su comportamiento; quizás porque cuando volvió a instalarse en nuestra pequeña comunidad y nos encontrábamos, ora en la calle, ora en los bares, no tuve inconveniente en saludarla, e interesarme por su salud y la de su familia, e incluso me permití rememorar algunos episodios comunes con cierta ternura. ¿Por qué no? A lo mejor ella, de natural retorcido, juzgó que mi comportamiento debería haber sido otro y confundió la buena educación con una debilidad de carácter, merecedora de desprecio y conmiseración, sólo así puedo entender su actitud.
Sin embargo, cuando empezó a verme en demasiadas ocasiones, para su gusto, con Clara y Angus, se permitió condescender conmigo, dedicando una parte de su precioso tiempo a prestar un poquito de atención a mi insignificante persona.
El caso fue que una noche coincidí con ella y con Viky en la barra del Batik- ano. Cuatro de la mañana, el local atestado, ¡un calor!, y yo, monísima, con la bleiser puesta, y sin abanico.
—¿No te asas? —me preguntó Viky, tras el par de besos de rigor.
—La verdad es que sí —respondí dándome aire con la solapa—, pero si me la quito, descompongo el luk.
Mira tú qué tontería. Bueno, pues Güendy picó el anzuelo.
—¡Por Dios, Ana! —se apresuró a decir— A estas alturas ya deberías saber que la belleza está en el interior.
No di crédito. Güendy, mi Güendy, recriminándome por mi frivolidad.
—Ya, pero es que me veo mucho más mona así y claro, chica, me compensa —contesté parafraseando a Patricia, que es de las que va matada, pero muere por el luk.
No fue capaz de captar mi fina ironía. ¿Se puede creer?
—Parece mentira para ti, a tu edad —continuó ella, dignísima—, hay cosas mucho más importantes que el aspecto físico. La paz interior, por ejemplo, se trasluce en el aspecto de las personas sin necesidad de...
—¿Pretendes psicoanalizarme? —me vi obligada a preguntar, ante el cariz que iba tomando la conversación— Porque, si es así, me permito recordarte que está un pelín pasado de moda.
No pudo evitar un gesto de suficiencia al decir:
—Por supuesto, todo el mundo sabe que La Inteligencia emocional...
—Excelente libro —la interrumpí—, perfecto para un regalo de Reyes, ¿o fue de cumpleaños?
Mudó la color, abandonó el gasto displicente y lo recompuso a duras penas para sacarme de dudas.
—De cumpleaños.
Vaya, vaya, había dado en el blanco. Desde luego, quien tiene la información, tiene el poder. El poder de que la más pringada entre las pringadas se permitiera bajar de su pedestal, aunque fuera por un momento, a nuestra particular Débora Dora.
¿Que qué importancia tenía? Toda. Habían sido Clara y Angus las que le habían regalado el famoso libro, el año anterior, antes de acabar con ambas como el rosario de la aurora. Que yo conociera el dato significaba que sabía mucho más de lo que ella podía prever. Y que lo supiera, suponía que mi relación con Clara —para ella a Angus siempre fue igual de invisible que yo— iba más allá de alguna que otra juerga inocente. Noté como me adjudicaba los puntos necesarios para sacarme de la mierda, por su forma de cambiar de tema.
—¿Qué tal el trabajo? Debe irte fenomenal, porque últimamente sales poquísimo, ¿no?
Le di una respuesta de circunstancia y aproveché para realizar un airoso mutis y dirigirme al encuentro de Antón que acababa de llegar, saboreando las mieles de mi exiguo triunfo.
A partir de aquella noche, abandoné mi condición de pringada y alcancé el estatus necesario para que Güendy se tomara la molestia de odiarme y, a mayores, demostrármelo.
El Batik-ano ofreció su tradicional fiesta con motivo del Día del orgullo gay a la que asistió la crème de la créme del ambiente local. Evento que coincidió con una de las tropecientas rupturas definitivas que Clara y Angus habían perpetrado, prácticamente, desde el comienzo de su noviazgo. Aprovechamos la circunstancia para dedicarnos la noche.
La exquisita cena a base de marisco y pescado, regado con una botella de vino blanco más el remate final en forma de chupitos de güisqui, nos proporcionaron ese punto etílico justo para disfrutar, aún más, de la noche.
Primera parada, Frida. El gesto de incredulidad de Carmen, Lola, Pilar, Lucía, Antón..., al vernos entrar solas, es decir, sin Angus, fue más que evidente. El único que osó preguntar directamente fue, como siempre, Antón:
—¿Dónde habéis dejado a D’Artagnan?
—En casa, con la regla —respondió Clara en el mismo tono.
—Qué mala suerte, ¿no? —apuntó Carmen, mientras nos servía las copas—, con lo que le gustan a ella estas fiestas.
—Ya —dijo Clara, en un tono con el que dejó muy claro que deseaba zanjar el tema.
Segunda parada, Batik-ano. Risas, empujones, más gestos de incredulidad... Nosotras, a lo nuestro. Sin Angus fiscalizando cada uno de nuestros movimientos, dimos rienda suelta a todo lo que nos veíamos obligadas a reprimir en circunstancias normales. Bailamos a lo suelto y a lo pegado, nos besamos, nos achuchamos… Vamos, que no nos cortamos ni un pelo.
Hubo un momento, mientras bailábamos un romántico tema de Camilo VI en el que sentí la imperiosa necesidad de darme la vuelta y mirar hacia atrás. A escasos metros, camuflada entre el gentío, estaba Güendy. Sus ojos se clavaron en los míos durante unos breves e intensos segundos. El brillo que percibí en ellos, me produjo una sensación muy parecida a la que debió experimentar doña Ana Ozores al sentir sobre sus labios el beso del Magistral. Mantuve la mirada el tiempo suficiente para verla salir precipitadamente del local, abriéndose paso a empujones.
No le comenté nada a Clara. Preferí guardar para mí aquel nuevo e inesperado triunfo. Su actitud me confirmaba que Güendy seguía colgada de Clara, la única mujer a la que ella no había abandonado por otra.
Un par de horas después, de la que nos íbamos, coincidimos con ella a la salida del bar. Tuvimos que esperar a que un fotógrafo de ocasión plasmara la instantánea de un grupo, enarbolando la bandera gay, en el que se encontraba Güendy, sin Viky, abrazada a una rubia explosiva.
Entre los «Espera, que falto yo» y los «Juntaros un poco, que no entráis todas», la foto se retrasaba y el tapón, a la puerta del bar crecía por momentos.
—Date prisa, Jose, que se me hiela la sonrisa —exigió Güendy, manteniendo la mueca.
Flash. Disolución del grupo que se reintegra a la fiesta. Güendy que, de la que entra, me señala con el índice y escupe un despreciativo:
, me hielas la sonrisa —y dirigiéndose a Clara, con un gracioso mohín—, tú, no.
Mutis por el foro.
—Pero, ¿qué le pasa a esta? —preguntó Clara, al parecer ajena a todo el asunto.
—Creo que no le ha gustado nada verme contigo.
—Y a ella, ¿qué le importa?
—Tú sabrás —respondí.
—Ni sé nada, ni quiero saberlo —concluyó resuelta.
No sé por qué me dio en la nariz que Clara no me lo había contado todo sobre Güendy y ella. Tampoco me importó mucho. En cuanto a Güendy, ni que decir tiene que sus sentimientos hacia mí me traían al pairo. Aún así, he de reconocer que tener la constancia de que alguien, ¡por fin!, le había pagado con su misma moneda, que ese alguien compartía una parte de su vida conmigo, que le constaba, y que le había afectado tanto como para tragarse su orgullo y hacérmelo saber, me produjo un agradable cosquilleo de placer.
Nunca he sido rencorosa, y a Güendy la había olvidado hacía mucho, mucho tiempo, pero que alguien como ella se hubiera encontrado, aunque fuera por una vez, con la horma de su zapato, no dejaba de ser gratificante; aunque para mí no supusiera nada; aunque aquellos pequeños triunfos no borraran todo lo que sufrí cuando me abandonó, de un día para otro, sin la menor explicación.

jueves, 24 de abril de 2008

Encuentros en la novena fase (I)

Incluso antes de convertirnos en amantes oficiales, Clara se propuso hacer realidad mis mayores anhelos. Y no pude quejarme. ¿No estaba, yo, hartita de tanta paz, tanto equilibrio y tanto celibato? ¿Acaso no le pedí al Universo que, por favor, por favor, me mandara una novia mona, pija y muy activa, sexualmente? Pues me la mandó. Con lo que no conté fue conque si el Universo no te concede una de tus peticiones es porque no te conviene en absoluto, ahora bien, como te pongas pesada, te concede lo que le pidas, pero, ¡ojitísimo!, literal. Y, a mayores, por el mismo precio, te incluye en el pack una, o varias oportunidades de aprendizaje y crecimiento personal.
Mi relación con Clara me permitió hacer varios cursillos y algún que otro master, todos muy prácticos, todos muy instructivos:
1.Estulticia emocional. Viaje a los entresijos de sus emociones. Visita guiada a El Paraíso, alojamiento y desayuno. Estancia en El Infierno, pensión completa, extras.
2.Taller de escritura. Cartas de amor. Nivel avanzado.
3.Expresión artística. Collages.
4.Psicología para torpes. Descuide todos y cada uno de sus proyectos personales.
5.Relaciones personales. Masacre sin piedad a sus amistades con el relato pormenorizado de sus desventuras sentimentales, I y II.
6.Economía del despilfarro. Enriquezca a Telefónica y benefíciese de importantes gravámenes.
Según avanzaba en mi nivel de formación, mi vida adquiría tintes de melodrama, pero yo, inasequible al desaliento, me esforzaba todo lo que me permitían mis (escasas) luces en alcanzar los objetivos propuestos y repetía lección tras lección, en un afán desmedido por alcanzar las cotas más altas de realización. No sé si a todo el mundo le pasará lo mismo pero lo que es a mí, que debo ser la más torpe de las mortales, me resultaba imposible pasar de tema. Hubo veces que hasta tuve la impresión de encontrarme de nuevo en el colegio, copiando, por enésima ocasión, cien veces, la misma palabra, bajo la severa mirada de la Madre Eugenia, después de que descubriera que había vuelto a equivocarme en su ortografía.
—Desde luego, señorita Coreta, lo suyo es un caso—me reprendía, observando mi dictado con gesto de infinito hastío— ¡Ha vuelto a escribirla mal! Siéntese al fondo de la clase y ya sabe lo que tiene que hacer. Y, por supuesto, olvídese del recreo, hoy, y toda la semana.
Y allá iba yo, pasillo adelante, con la cabeza baja, para no tener que encontrarme con las miradas burlonas de mis compañeras, mi libreta azul de dos rayas y mi resignación dispuesta a cumplir la condena.
Estoy segura de que si la Madre Eugenia me hubiera visto en aquellos momentos, no podría reprimir el mismo gesto de disgusto con el que me obsequiaba cada día en clase de Lengua, al que añadiría otro de total satisfacción al constatar que, ya lo decía ella, que yo era bastante rarita y que de una cabecita como la mía no podía salir nada decente.
No pretendo comparar al Universo con la Madre Eugenia, ¡Dios me libre!, aunque en ocasiones como las que relato, volví a sentirme como cuando tenía once años y me esforzaba en escribir la grafía correcta de aquella (jodida) palabra, mientras escuchaba la algarabía de mis compañeras disfrutando de un recreo al que raras veces tenía derecho.
Para mayor escarnio, al mismo tiempo que me convertía en la amante de Clara, retornaron a mi vida algunos personajes del pasado, de los que estaba convencida me había librado, obligándome a desenterrar viejos e indeseables fantasmas.
El primero de estos reencuentros lo protagonizó Rebeca, una antigua conocida a la que había tenido que echar de mi vida meses atrás, por pesada y, como diría Violeta, por intensa. Rebeca es caso típico de la persona a la que das la mano, te coge la otra, el pie y, si te descuidas, te arrastra por la melena. Lo hace de una forma tan sibilina que, cuando quieres darte cuenta, se ha colado en tu vida y no sabes cómo deshacerte de ella.
La primera vez que me asaltó fue en la fiesta de mujeres que Carmen había organizado con motivo de un ocho de marzo, un par de años atrás.
—Hola, Ana ¿te acuerdas de mí? —me preguntó, con la mejor de sus sonrisas.
No, no me acordaba. Me refrescó la memoria inmediatamente.
—El año pasado, cuando cumplí los treinta, tuve una crisis horrorosa. Me encontraba tan mal, estaba tan deprimida, que no me quedó más remedio que acudir a una profesional que me ayudara a salir del hoyo. Como te conocía de un curso que diste en el colegio de mis hijos, llamé a tu consulta. Hice seis meses de terapia con Sara. Nos vimos varias veces allí.
— ¡Ah, sí! — mentí— ¿Qué tal te va?
—Ideal —respondió ufana—. Me vino fenomenal. Gracias a lo que aprendí con vosotras estoy haciendo lo que siempre he querido hacer.
—¿...?
—Escribir —afirmó, dando por sentado que yo tenía que conocer los pormenores de su caso.
Sin darme la menor oportunidad, me puso en antecedentes de toda su vida. Se había casado a los diecisiete a causa de un inoportuno embarazo. Tenían dos niños, César, como su padre, Antonio, como su abuelo paterno, de doce y trece años, respectivamente. Su marido pasaba mucho tiempo fuera de casa y ella, con los hijos casi criados y sin ningún problema económico, se sentía profundamente insatisfecha con su vida.
—Mientras los niños son pequeños —aclaró—, te llevan mucho tiempo, ya lo sabes, pero luego, cuando crecen y ya no te necesitan tanto, te sientes como vacía, como sin nada que hacer. Yo lo pasé fatal, por eso me decidí a acudir a tu consulta, porque se me caía la casa encima, sólo pensaba en llorar y no tenía ganas de hacer nada. Hubiera preferido que me atendieras tú, porque me impresionaste mucho en aquel curso, pero luego estuve muy contenta con Sara. Gracias a ella, que me obligaba a llevar un diario personal, me di cuenta de que lo mío era escribir. Fíjate que hasta voy a presentarme a un concurso.
Maldita, maldita vanidad. Aquel «me impresionaste mucho» fue suficiente para que le prestara más atención de la que hubiera debido. Eso, y el nada sutil coqueteo que me dedicó desde que comenzamos la charla.
—No sabes la ilusión que me hace estar aquí, charlando contigo —dijo, desplegando todos sus encantos—. Cuando te conocí, pensé lo mucho que me gustaría que fuéramos amigas, pero te veía tan interesante, te admiraba tanto, que no me atreví a acercarme a ti.
Insisto: maldita y jodida vanidad. Y maldita necesidad de sentirse importante.
—Creo que exageras —le dije, halagada por tanto piropo.
—No, Ana —respondió, negando con la cabeza, a la vez que me apretaba el antebrazo —, y tú lo sabes.
A partir de ese momento, dejó de hablar de sus cosas para centrarse en las mías. Me hizo hablar de mí misma — ¡qué más quise!—, de mi trabajo, mis proyectos, incluso mi vida personal, de la que preferí no darle datos comprometedores, interesándose vivamente por todo lo que le contaba.
Sólo gracias a Lucía, que me reclamó con un «Chica, Ana, que hace mil años que no te veo...» pude librarme de ella aquella noche.
Una semana más tarde:
—¿Ana?— reconocí su voz al otro lado del hilo, sin dar crédito—, soy Rebeca. ¿Cómo estás?
—Bien —respondí mecánicamente—. ¿Y tú?
—Oye, mira, perdona que te moleste —demasiado preámbulo—, es que... —Dime —pedí, sin sospechar lo que se me venía encima.
—Quería pedirte un favor.
—Tú dirás...
—¿Te acuerdas que el otro día, en la fiesta, te comenté que pensaba participar en un concurso literario?
¿Cómo no?, si me lo repetiste veinte veces, so pesada.
—Si, claro.
—Pues, es que —continuó, como si le costara verdadero esfuerzo decidirse a hablar—, me haría mucha ilusión que revisaras los cuentos que voy a presentar. Como me comentaste que te dedicas a traducir, he pensado que, a lo mejor, no te importaría corregir algunos errores que seguramente tendré.
Volvió a pillarme. A mí, y a mi punto flaco. Tantos años sufriendo en silencio la prepotencia de Bárbara y sus constantes devaneos, me habían convertido en presa fácil para personas como Rebeca, o Clara, que saben como tratarte para conseguir que su presencia no te pase desapercibida. Accedí.
—No sabes cómo te lo agradezco —me dijo—, no tenía ni idea a quién recurrir. Podrás imaginar que, entre mis amistades, no tengo a nadie que pueda orientarme en ese terreno. ¿Cuándo te viene bien?
Tal y como habíamos quedado, se presentó en mi casa al día siguiente, hecha un brazo de mar, con una voluminosa cartera de piel que contenía el total de su producción literaria.
—He traído algunas cosas más —comentó muy ufana—, por si te apetece echarles un vistazo. Aunque, no quisiera molestarte...
—La verdad es que no tengo mucho tiempo —me disculpé, horrorizada ante la posibilidad de tener que leerme toda su obra.
—No te preocupes, no tengo prisa —se apresuró a decir—, puedes quedártelo todo el tiempo que quieras. Lo que de verdad me interesa son los cuentos que voy a enviar al concurso.
Leí la primera entrega tomando el café, provista de un lápiz, que ella misma me proporcionó, para poder efectuar las correcciones necesarias. Se trataba de una colección de seis cuentos cortos, escritos a máquina, de temática común: las consecuencias de una infancia desgraciada.
Según me contó ese mismo día, su infancia había sido muy, pero que muy infeliz. Sus padres se habían divorciado, después de una larga y penosa convivencia, a causa del alcoholismo de su padre, que maltrataba, verbal y físicamente, a su madre y a sus dos hermanas, convirtiendo la vida familiar en un auténtico infierno.
—Por eso me quedé embarazada, para que me obligaran a casarme —me explicó—, para salir de aquella casa, de aquel horror. Mi padre no asistió a mi boda —añadió compungida—, porque, como yo era la pequeña, mi madre pidió el divorcio en cuanto fijé la fecha de la boda.
Para mi gusto, los cuentos no tenían pase, pero no le dije nada. Ella estaba muy ilusionada y yo no me sentía comprometida con ella hasta el punto de ser sincera. Corregí la ortografía, la sintaxis, añadí algún que otro conector que facilitara la cohesión textual, eliminé alguna redundancia, en fin, que me esmeré. Por último sugerí el empleo del ordenador para simplificar el trabajo.
—Tienes razón —dijo con gesto de circunstancias—, pero no me decido. Y mira que, mientras los niños están en el colegio, que comen allí, lo tengo para mí sola, pero... no sé, me da miedo... Ahora que, pensándolo bien, puedo hacer un cursillo.
—Te vendría estupendo —le aseguré—, no sólo por la ortografía sino por lo mucho que te facilita las correcciones.
Nos despedimos, tres horas después, ella infinitamente agradecida, yo con la cabeza como un bombo.
A partir de aquel día, Rebeca se convirtió en una presencia constante en mi vida. Un par de veces por semana, con cualquier pretexto, se presentaba en mi casa, siempre sin avisar, siempre con un «No quisiera molestarte», siempre hecha polvo por los innumerables problemas que le acarreaba aquel matrimonio que la abocaba a ocuparse sola de la educación de sus hijos —«Fíjate tú, en una edad tan delicada», pero, «Casi prefiero que no esté. Es de los que piensan que puede suplir sus ausencias con dinero, dándoles todos lo caprichos»— o, en su defecto, haciéndome partícipe de algunas confidencias que hubiera preferido no escuchar.
Empezó quejándose de la cantidad de tiempo que pasaba sola y terminó confesándome que la crisis de la que me había hablado, la había motivado la atracción que sentía por una chica con la que coincidía en el gimnasio. Al principio no le dio importancia, hasta que se percató que se había enamorado perdidamente de ella. Cuando, después de mucho pensarlo, se decidió a sincerarse con la susodicha, ésta abandonó las clases de Pilates y Body-Balance y no supo nada más de ella. Hundida, se refugió en la terapia y en la escritura.
—El caso es que, desde entonces —me dijo con su habitual gesto melodramático—, me he dado cuenta de que me atraen las mujeres, Ana. Y no sé qué hacer. Ahora mismo creo que me he enamorado de una, pero no me atrevo a decírselo.
Le faltó tiempo para declararme su amor. Espantada con la posibilidad, utilicé los argumentos de rigor —«A lo mejor estás confundiendo la admiración con el amor», «Quizás te sientes muy sola y, como últimamente nos vemos tanto...»—, en un intento deseperado por persuadirla de que había errado el tiro; que, de acuerdo, yo era lesbiana, pero que eso no implicaba que tuvieran que gustarme todas las mujeres con las que me relacionaba y ella, sintiéndolo mucho, no me atraía en absoluto, aunque podíamos ser amigas, si a ella le parecía bien, pero nada más.
Aceptó mis condiciones poniéndose más intensa que nunca. Ya no se conformaba con venir a casa y hablar de literatura, cine, los hijos o las dudas metafísicas sobre su orientación sexual, si no que empezó a insistirme para que saliera con ella y la llevara un bar de mujeres, incluso me invitó a Madrid, o Barcelona, para que pudiéramos movernos con más soltura. Así, lo que podía haber sido el principio de una bonita amistad, terminó por convertirse en una auténtica pesadilla. Llegó a agobiarme tanto que decidí librarme de ella lo antes posible.
Inicié la operación despiste con la inestimable colaboración de Loli, que aceptó cambiar su horario para cubrirme la tarde. Dejé de coger el teléfono y contestar al telefonillo en las horas críticas. Concerté una contraseña con mis amistades más cercanas, para evitar que me cogiera por sorpresa y, cuando no pude evitarlo, le di tantas disculpas, que otra en su lugar se hubiera dado por enterada. Ella no.
Pero, como no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista, una de aquellas tardes se me presentó la oportunidad de hacerle ver, de forma clara y contundente, cuanto interfería en mi vida y que poco respetaba mi intimidad. Coincidió que Violeta, que estaba trabajando en la decoración de una óptica, cerca de mi casa, me había avisado de que subiría a tomar el café en cuanto diera las instrucciones a los operarios. Esperé la llamada diaria de Rebeca —que llevaba colapsando el buzón de voz una semana—, cogí el teléfono y acepté tomar el café con ella, advirtiéndole, muy seriamente, que debería irse cuando llegara una amiga con la que había quedado a media tarde para hablar de un asunto muy importante, amén de privado.
Tal y como imaginé hizo caso omiso de mi petición. Se apuntó al café que preparé para Violeta. Me pidió un chupito de güisqui, con dos piedras de hielo, porque, con tanta cafeína, casi necesitaba algo que le templara los nervios. Trató a mi amiga con la misma familiaridad que si la conociera de toda la vida, haciéndole partícipe de sus proyectos, le interesaran, o no. Cuando estuve segura de que no tenía ninguna intención de respetar nuestro pacto, me vi en la obligación de recordárselo y pedirle que, por favor, nos dejara solas.
A pesar de que no fui lo contundente que me hubiera apetecido se sintió terriblemente ofendida por mi actitud y me lo demostró dejando de llamarme —¡Loado sea Dios!— y de presentarse en mi casa a la menor oportunidad —¡Loado sea su santo Nombre! Es decir, que desapareció de mi vida. No la eché de menos. Es más, me olvidé hasta de que existía.
Pero... Casi un año después, una tarde en la que, como de costumbre, me dirigía hacia el Frida, dando un paseo por el parque, después de una intensa jornada frente al ordenador, regresó sin avisar.
Envuelta en una inmensa parca verde oliva, con el pelo cayéndole por la cara, los ojos ocultos tras unas gafas de sol, a todas luces innecesarias a aquellas horas de la tarde, los hombros hundidos y la expresión más dramática que le había visto, avanzó hacia mí.
—Hola, Ana —dijo, con una voz directamente salida de ultratumba.
—¡Rebeca! —exclamé más por la impresión que por la alegría del inesperado encuentro— ¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida?
—Precisamente estaba pensando en suicidarme
—Pero, ¿qué dices, mujer —pregunté sin saber hasta que punto me hablaba en serio.
Para avalar lo auténtico de su declaración extrajo, de uno de los bolsillos de la parca, varios folios doblados que me tendió.
—Es mi despedida ¿Quieres leerla?
—No, deja —respondí horrorizada—, casi prefiero que me lo cuentes.
—No quisiera molestarte...
¡A la mierda con tus «No quisiera molestarte», si no quieres molestarme, suicídate y déjame en paz! En vez de eso, insistí:
—Venga, mujer…
—Es que, no sé si debo…
¿Habrá alguien capaz de aprovechar semejante oportunidad y responder «De acuerdo, como quieras, hasta luego, que te suicides bien»? Yo sí, desde luego. Aunque eso era lo que debería haber hecho. Primero, porque aún no he conocido a nadie que habiendo decidido suicidarse, ande avisando por ahí y, segundo, porque, conociéndola como la conocía, no debería haber caído en la trampa. Pero, ¿y si se suicidaba?, ¿podía arriesgarme a vivir con semejante responsabilidad?, ¿qué resultaba más penoso, cargar con un suicidio o con ella? A la vista del cariz que tomaron los acontecimientos puedo decir, por duro que resulte, que me hubiera resultado más liviano correr el riesgo. Entonces, quizás por la punzada de culpabilidad que sentí al verla en tal estado, opté, una vez más, por escucharla, no sin antes haberme encomendado a mi ángel de la guarda y a todos mis espíritus protectores.
—A ver, Rebeca, cuéntame qué es eso de que estás pensando en suicidarte —pedí resignada a mi suerte.
—No tengo otra salida, Ana, no tengo otra salida —manifestó, acentuando su habitual tono melodramático—. Soy un desastre. Todo me sale mal. Sólo sirvo para hacer sufrir a las personas que tengo a mi alrededor.
Previendo que ni la caridad iba a librarme de ser depositaria de todas sus desgracias y como empezaba a refrescar, le sugerí que nos fuéramos a mi casa.
—Nos tomamos un café y me lo cuentas con calma.
—Me había jurado no volver a tu casa, después de lo que pasó...
Cualquiera, con dos dedos de frente, no hubiera dejado pasar la oportunidad y hubiera respondido: «Tú misma, bonita» — porque, vamos a ver, si una persona te asalta amenazando con que tiene la intención de suicidarse, le tiendes la mano, le ofreces cobijo, café y compañía, ¿a qué viene echarte en cara antiguas diferencias?, máxime cuando de lo que pasó la única responsable era ella—, no yo. Me la llevé a casa, le preparé una tila alpina, le enjareté dos valerianas y me dispuse a escuchar.
El motivo de su desesperación no era otro que haber asumido, ¡por fin!, su orientación sexual y habérselo comunicado a su marido a bocajarro, con la consiguiente sorpresa de éste que, a renglón seguido, la amenazó con divorciarse y quitarle a sus hijos, por infiel y por depravada.
Según me explicó, se había enamorado de una joven directora de cortos, a la que había conocido en el Batik-Ano poco después de que yo la echara de mi casa. Al cabo de varios meses de intenso, pero infructuoso cortejo, Vanessa, le había declarado su amor y el deseo de que se conocieran más íntimamente, justo en el momento en el que César había decidido coger una semana de vacaciones. Como la chica vivía con sus padres, la única posibilidad de consumar, como Dios manda, era utilizar la casa de Rebeca. La típica solución del hotel de las afueras ni se les pasó por la mente. La presencia de César abortó sus planes, por lo que ambas se dedicaron a beber como cosacas durante toda la noche. A las nueve de la mañana, cuando los niños estaban en el colegio, Rebeca regresó al hogar enrabietada por no haber podido follar con su amor y borracha como una pioja.
Ante los naturales reproches de su marido, producto de la lógica preocupación por unas ausencias nocturnas que se repetían con demasiada frecuencia, no pudo por menos que desahogar su enojo, haciéndole culpable de su frustración a la vez que le confesaba su pasión por Vanessa. Él, desesperado, la arrastró hasta el baño, la metió en la bañera, vestida y todo, abrió el grifo del agua fría y le quitó la borrachera por la vía rápida. Amenaza de divorcio. La custodia de los hijos, por supuesto para él. La pensión, ni soñarla.
Para colmo de males, Vanessa, enterada del drama familiar que había provocado, huyó de su lado. De nada sirvieron las súplicas de Rebeca ni sus promesas de separación ni el desprecio por la custodia de los hijos o la pensión compensatoria. La chica afirmó que no quería cargar con semejante tragedia sobre sus espaldas y que, por lo tanto, lo suyo se había acabado sin remisión.
Rebeca, desesperada y despechada, aceptó las condiciones de César que consistían en:
1º) No volver a hablar del tema de su pretendido lesbianismo.
2º)Acudir a un consultor matrimonial que les ayudara a superar el trauma. Y,
3º)Que ella se pusiera en manos de un psicólogo que la ayudara a reconducir su extraviada conducta, sexual.
Como era lógico no pudo cumplir ni una de las condiciones. La sola idea de tener que relacionarse sexualmente con su marido le producía repulsión. Su continua presencia en casa —él aprovechó la circunstancia para coger una baja por depresión y así tenerla controlada—, la enervaba, a pesar de que el pobre hombre retiró sus amenazas y, entendiendo que ella estaba enferma, se mostró comprensivo y solícito. Lo único que aceptó fue ponerse en manos de una especialista, Sara, por supuesto.
Acuciado por su propia desesperación, César, recurrió a su familia en busca de consejo y consuelo. Escándalo familiar. Los niños, a casa de su abuela paterna, mientras se solucionara la situación. Más incomprensión, más reproches, más depresiones de la madre, la suegra, hermanos, primos, cuñados, y demás familia.
—Lo tengo todo en contra, Ana —afirmó entre suspiros—. Nunca voy a poder ser feliz como quiero, por eso he decidido quitarme del medio.
Sentí lástima por ella. Me conmovieron sus lágrimas, la tremenda tristeza que leí en sus ojos, su indefensión. Me solidaricé tanto con ella, que volví a admitirla en mi vida. Craso error.
Nunca me arrepentiré bastante de esta vis pseudo-samaritana que me aboca a convertirme en adalid de causas imposibles, en consejera sentimental, o matrimonial, o sexual, o lo que sea, con tal de sentirme importante y reconocida. Nunca me arrepentiré bastante de haberme implicado en un asunto que no me concernía. Nunca me arrepentiré bastante de haberme sentido culpable por haberla echado de mi vida. Nunca me arrepentiré bastante de haberle permitido que volviera a colarse en mi vida, esta vez acompañada.
Sí, sí, acompañada. No contenta con aprovecharse de mi debilidad para martirizarme con sus propios avatares, me convenció para que, como profesional que era, ayudara a su marido a superar el trance y, de paso, lo persuadiera para que le concediera un divorcio digno.
Aclaremos lo del divorcio digno. Durante el tiempo en el que no tuvimos contacto, Rebeca descubrió que estaba perdiéndose lo mejor de la vida, a saber: noches eternas, alcohol, alguna que otra droga blanda y menos blanda, coqueteos a go-go, sexo seguro —es decir, sin posibilidades de embarazo—, vocación con glamur y, sobre todo, ¡libertad, libertad, sin ira libertad!, a la vez que se percataba de lo dura que había sido su vida como ama de casa abnegada, madre amantísima y esposa fiel. Una vez aceptada su sexualidad —que según ella se había obligado a soterrar por su situación familiar—, decidió que aquello de levantarse a las siete y media de la mañana, atender a los hijos y llevar la casa, no le permitía realizarse como mujer y, mucho menos, como escritora, por no entrar en el tema de cumplir con sus obligaciones como esposa. También decidió que los larguísimos años de matrimonio le daban derecho a una indemnización en forma de piso de ciento cincuenta metros cuadrados y un subsidio que le permitiera desarrollar su vocación de escritora, a la que había tenido que renunciar por su condición de esposa y madre precoz. Aclarado todo ello, le cedió a César la custodia de sus hijos, que vivirían con su abuela paterna mucho mejor que con ella porque «Las escritoras llevamos una vida muy anárquica, Ana. Yo, por ejemplo, escribo mucho mejor de noche, pero si tengo que levantarme a las siete de la mañana para ocuparme de los niños, no puedo pasarme la noche escribiendo».
Me llevó casi dos meses descubrir cuáles eran sus verdaderas intenciones. En el ínterin, ejercí de consejera matrimonial y mantuve varias conversaciones con su marido, que requirió mis servicios gratuitos en media docena de ocasiones, una de ellas, acompañado de un íntimo amigo suyo, un domingo por la tarde que me pilló en casa a causa de que Clara había tenido una bronca monumental con Angus y no había podido escaparse.
Una vez que consiguió el divorcio digno y una novia, estudiante de psicología, dejó de llamarme con la misma asiduidad. Pasado un tiempo prudencial, incluso dejó de llamarme.
Lo único que me salvó de enloquecer, durante los meses en los que actué como consejera sentimental de Rebeca y su angustiado esposo, fue la vorágine a la que me arrastró mi relación con Clara. Tras el obligado periodo de reposo y recogimiento cuasi místico al que me habían abocado mi divorcio de Bárbara, y los episodios que tuvieron lugar a continuación, su presencia en mi vida fue, más que un soplo de aire fresco, un auténtico vendaval, y la excusa que me permitió resarcirme de tanto encierro, tanta tranquilidad y tanto celibato que, las cosas como son, llegó un momento en que ya me pareció excesivo.
Por si fuera poco, me proporcionó alguna que otra satisfacción de ésas que no tienen precio.
Uno de los pequeños inconvenientes de vivir en una ciudad de provincias es que, en los círculos demasiados cerrados como el nuestro, medio mundo está al cabo de la calle de la vida y milagros del otro medio, y viceversa. Los datos recogidos en las tertulias sirven como baremo para adjudicar a cada cual su puesto en el escalafón ambiental, que incluyen categorías que van de pringada a divina, pasando por varios estadios intermedios sin relevancia. Estas listas de popularidad, escritas en el aire, idénticas a las publicadas por cualquier revista americana, tienen tanto peso que, según sea tu lugar en el escalafón así te tratan, incluso aquellas personas que consideras cercanas. Años de experiencia y observación sistemática me han permitido concluir que los aspectos a tener en cuenta, si te interesa elevarte a la cima, son los siguientes:
a)Dejarte ver todos los fines de semana en los bares de moda, cinco puntos.
b)Saludar a diestro y siniestro de la que entras en el bar, cinco puntos.
c)Ir mona de la muerte y cambiar de modelo en cada aparición pública, cinco puntos.
d)Pasar un güiquén en el campo o la playa, rodeada de amistades exquisitas, cinco puntos.
e)Codearte con celebridades locales, diez puntos.
f)Cerrar el bar con la dueña, o, en su defecto, que la propia dueña te invite a las copas, diez puntos.
g)Un par de semanas al año en cualquier capital europea, o NY, diez puntos.
h)Tener pareja, cincuenta puntos.
i) Que tu pareja sea más que deseable, cien puntos.
Si logras mantenerte en un promedio de ciento sesenta o setenta puntos, entre uno y otro, no tienes más problemas que el de despertar una mezcla de insana envidia y secreta admiración, amén de los consabidos comentarios, de la más diversa índole, especulaciones varias y tal, y pascual. Pero como bajes de los ciento cincuenta, chungo. Pueden llegar a tacharte de las agendas. Es más, te arriesgas a que cualquier mindundi se crea en el derecho de aconsejarte y, si te pilla desprevenida, darte alguna lección gratuita sobre psicoanálisis argentino, por ejemplo.

domingo, 13 de abril de 2008

Algunas sonrisas y varias lágrimas

En el capítulo anterior, que no he colgado completo, Ana, Angus y Clara, se hacen inseparables, a raíz de la noche de conficencias en el Frida. Angus intenta converitr a Ana en su cómplice para que la ayude a liarse con Carmen y así compensar las múltiples infidelidades de su mujer. Clara, por su parte, se dedica a coquetear con Ana. Ana siente reverdecer su antigua atración por Clara.
Cuántos problemas nos evitaríamos, si en vez de tanta matemática, tanta lengua y tanta historia, incluyéramos en el currículo escolar la forma de controlar nuestras emociones negativas y potenciar la autoestima, para enfrentarnos a la vida con alguna posibilidad de éxito. Pero no. Te sueltan en este mundo traidor sin proporcionarte las instrucciones de uso y ¡hala!, allá te las compongas. Ensaya, equivócate, cae, levántate, estréllate, vuelve a levantarte. Las crisis fortalecen el espíritu, la letra con sangre entra, como mejor se aprende es a golpes, quien bien te quiere te hará llorar...
¡Habrase visto semejante sarta de estupideces! ¿No sería mucho más práctico que las ancianas de la tribu nos advirtieran de los peligros reales y la mejor forma de afrontarlos? O, ya que estamos en pleno siglo XXI, ¿por qué no inventan un chip que nos ponga sobre aviso de que ciertos sentimientos pueden abocarnos al desastre?
Si yo hubiera dispuesto del susodicho chip, quizás hubiera podido evitar enamorarme de Clara o, en su defecto, asumir el enamoramiento sin tener que sufrir las nocivas consecuencias que la culpabilidad tiene en mi precario equilibrio emocional.
Pero, en fin, la vida es así, no la he inventado yo, y hay que vivirla como mejor se pueda, por lo general a salto de mata.
Aparte de hacernos inseparables, Angus y Clara decidieron convertise en mis celestinas, a fin de que encontrara una pareja y me recuperara, lo antes posible, de mi aventura con Belén. Que ésa es otra. En esta sociedad no vales ni un pimiento si no tienes una pareja estable, a pesar de que la mayoría cambie de pareja con la misma facilidad que de calcetines, por ejemplo.
¿Quién me habría mandado quejarme de mis vicisitudes sentimentales? ¿Cómo se me ocurrió comentarles mis dificultades para enamorarme? Si hubiera cerrado el pico, ellas habrían seguido ocupándose de sus problemas, que no eran pocos, en vez de entretenerse ocupándose de los míos. Yo hubiera terminado con mi temporada sabática, hubiera vuelto a mis quehaceres y, si os he visto ni me acuerdo. Pero no, eché la lengua a pacer, y me perdí.
Tan preocupadas como estaban por ayudarme a encontrar a mi alma gemela me propusieron asistir a la fiesta del 8 de marzo, seguras de que, entre tantas mujeres, encontraría a una que colmara mis ansias de amor.
Me negué. Nunca me han gustado esas fiestas, he de confesarlo, y menos cuando me pillan en pleno periodo de reflexión, pero insistieron tanto, sobre todo Clara, que no me quedó más remedio que aceptar. Y allá me fui, acompañada de mis dos mosqueteras, con la secreta intención de cumplir con el expediente y retirarme a mis cuarteles a la menor ocasión.
El Batik-ano estaba de bote en bote. Decenas de mujeres, charlaban animadamente por los rincones, jugaban a la máquina de petacos o, bailaban, pegadas —como recomienda Sergio Dalma—o separadas, según sus preferencias y necesidades. No faltaba casi nadie y, por supuesto, tampoco Güendy, con su inseparable Viky. Güendy, despepitándose en la pista frente a una rubia explovisa, Viky, discretamente sentada en un sofá con más cara de aburrimiento que de otra cosa. Tal circunstancia nos sorprendió gratamente. El modus operandi de Viky, en su asuntillo con mis colegas y en la forma de cancelar su relación con Silvia, le había granjeado un buen número de enemistades. Verla sola y aburrida, mientras Güendy intentaba seducir con sus contoneos a rubia explosiva ante sus narices, nos pareció el justo pago a su desfachatez.
Clara, Angus y yo, nos situamos al fondo del local, desde donde se divisaba un panorama más completo.
En cuanto tuvimos las copas en la mano, Clara, según su costumbre, se dedicó a mariposear, coqueteando con unas y con otras, motivo que indujo a Angus a quejarse dolorosamente y a reiterar lo harta que estaba de aquel comportamiento y, en general, de Clara.
Ese fue el mi primer gran error. Escucharla. Ser depositaria de sus cuitas y, para más inri, intentar convencerla de que fuera comprensiva con las maniobras de Clara que, a mi entender, sólo ejecutaba para reforzar su escasa autoestima.
El jueves siguiente, frente al tapete verde, les hice a mis chicas la crónica completa del evento.
—Pero, ¿lo pasaste bien? —preguntó Raquel, que siempre procura ver el lado positivo.
—Lo pasé bárbaro —admití—. Entre las dos consiguieron que me sintiera como una reina, pendientes de mí constantemente, rivalizando por acaparar mi atención. Pero, no sé, me da un poco de miedo el juego que se traen entre manos.
—Tú siempre tan optimista —dijo Raquel —¿Qué te hace pensar que están jugando y a qué?
—No es que lo piense, es que fue Clara la que me lo advirtió.
Tuve que relatar todos los pormenores de la fiesta. La forma en que, me hicieron pasar de unos brazos a otros, bailando conmigo, Angus, en plan de demostrar sus habilidades como danzarina, Clara arrebatándome de los brazos de Angus, para pegarse a mí e intentar seducirme con toda su artillería.
—Lo que más me divirtió fue la forma en la que me apartó de Güendy—comenté—. Me acerqué a la barra para pedir una copa y me la encontré allí, un poco cabizbaja. Como ya sabéis que, otra cosa no, pero a educada no hay quién me gane, me entretuve un poco con ella. No habían pasado cinco minutos cuando Clara, sin mediar palabra, me cogió de la mano y arrancó de su lado. Tuve que disculparme con Güendy con un «Perdona, le debo una pieza a esta amiga», por dejarla con la palabra en la boca, mientras Clara me arrastraba hacia la pista. Fue entonces cuando me advirtió: «No nos hagas caso, nos encanta jugar», a lo que respondí, haciendo gala de un dominio de la situación propio de mi edad y condición «No te preocupes, soy ludópata.»
—Pues yo creo que lo hiciste estupendo —dijo Sara —. A ellas les apetecía jugar, y les seguiste el juego.
—Sí —puntualizó Raquel—, lo malo es que, para tu desgracia, ambas lo sabemos, todo ese aplomo no es más que una fachada. Ten cuidado, Anita, por Dios, que te estoy viendo venir.
Yo también me veía, la verdad, pero me negué a admitirlo.
—Despreocúpate, no voy a ser tan tonta como para dejarme embaucar.
Según pronuncié la frase, vino a mi memoria otra similar, pronunciada en circunstancias parecidas.
—A ver si es verdad —sentenció Raquel.
—No voy a negaros que Clara me guste como el caramelo —admití—, pero de ahí a que me embarque en una aventura con ella, va un abismo. Lo primero, porque no creo que yo sea su tipo y lo segundo, por Angus.
—Y, ¿qué tiene de malo una aventura? —preguntó Raquel—, si la reduces a eso. Déjate querer, folla con ella, si se te presenta la oportunidad, y no te compliques la vida.
—Pero... —protesté—está Angus.
—Angus no es tu problema —se apresuró a decir Sara—, si le gustas a Clara, será ella la que tenga que decidir.
—Y sopesar si eso supone o no un problema —completó Raquel—. Tú vete a lo tuyo, y cada palo que aguante su vela.
¿Ves? A eso no te enseña nadie, al contrario, el bienestar ajeno siempre debe estar por encima del tuyo. Como esa lección la tengo muy bien aprendida, la posibilidad de perjudicar a Angus, pasó a constituir un verdadero problema para mi conciencia. Problema y coartada, que me servían para disfrazar mi inseguridad respecto a mis posibilidades reales de seducir a Clara.
Un poquitín más de seguridad, un nivel de autoestima aceptable, me hubieran permitido ver, desde el primer momento, que era Clara quien intentaba conquistarme y que yo sólo tenía que darle un empujoncito, para que se decidiera a declararme sus intenciones. Un poco más de perspicacia me hubiera permitido interpretar sus señales de forma más objetiva, pero, como me ha ocurrido en tantas ocasiones, sólo vi lo que quise ver, o lo que es lo mismo, me convencí de que Clara era una tímida redomada, aunque, eso sí, su timidez no le impedía insinuarse a la primera oportunidad o sobarme en cuanto podía, animada por la cantidad de copas que consumíamos en aquellas noches interminables.
La verdad es que lo pasábamos estupendamente las tres, o las cuatro, porque Carmen solía apuntarse, cuando cerraba el bar, aprovechando que su novia se levantaba tempranísimo y no podía trasnochar.
No recuerdo haberme reído tanto como una vez que a Clara se le ocurrió jugar al Y a ti, ¿qué te pone?
Nos habíamos pasado la noche en el Frida, esperando que Carmen terminara de trabajar, para asistir a la fiesta del fresón con cava, que Toñi, una antigua conocida nuestra, propietaria del Ártico, uno de los after hours más frecuentados de nuestra ciudad, organizaba en su bar, con el ánimo de adelantar el horario de su parroquia.
Debían ser algo más de las tres de la mañana cuando llegamos al Ártico que, como suele ocurrir en esas ocasiones, estaba de bote en bote. Nada más entrar, Clara, cogió un par de fresones, de uno de los numerosos cuencos de la barra, y dos copas de cava. Mordió uno y me ofreció la otra mitad. Hizo lo mismo con el otro, introdujo los trozos en las copas y brindó conmigo, bajo la atenta mirada de Angus. Me azaré. Ni las tres copas que me había tomado en el Frida, fueron capaces de impedir que me afectara una parálisis de tamañas proporciones. Menos mal que Clara, haciendo gala de un perfecto dominio de la situación, tomó las riendas y propuso que iniciáramos el juego declarando, por orden, nuestras preferencias.
—Empieza tú, que eres la mayor —me dijo.
Como siempre me ha dado un poco de vergüenza airear mis fantasías sexuales, opté por señalar algo que no me comprometiera mucho.
—Los escotes —dije pensando directamente en el suyo—, me ponen mucho los escotes.
—¿Alguno en particular? —preguntó con picardía.
Tendría que haberme arriesgado y contestarle «el tuyo, bombonazo», pero me contuve y opté por un «en general», más aséptico, que no me comprometiera ante Angus, sobre todo. Ella no se cortó.
—Pues a mí, lo que más me pone son las intelectuales, y si son cuarentonas, mejor que mejor.
¡Toma!, la primera, en la frente. Aún me quedaban unos días para cumplir los cuarenta, pero he cargado con sambenito de intelectual desde que una de mis íntimas amigas de la facultad, me bautizó con el cariñoso apodo de Rata de Biblioteca que, con el tiempo, y gracias al gracejo de Carmen y su habilidad para adjudicar motes, se convirtió en Ana Larousse.
—Pues a mí —dijo Angus—, lo que más me pone son unos buenos pezones —y añadió, mirando a Clara con arrebatada pasión—, como los tuyos, cariño.
—Coincidimos —corroboró Carmen.
—¿También te gustan los pezones de mi novia?—preguntó Angus guiñándole un ojo.
—Eso no vale —protestó Clara, que se había constituido en jueza del certamen—. Aquí cada una tiene que decir algo diferente.
—Pues, unas buenas tetas —insistió Carmen, que quería dejar bien claro cuáles eran sus preferencias.
—Eso le pone a cualquiera —comentó Angus, metida de lleno en el juego—. Hay que arriesgar un poco más. A mí, me pone muchísimo la ropa interior negra, sobre todo si es con tanga.
—Sin embargo yo, prefiero el algodón blanco —puntualizó Clara.
Van dos, pensé para mis adentros. No hacía mucho que habíamos tocado el tema y yo les había mencionado que echaba de menos, entre mi lencería, un conjunto negro, más sexi de los que acostumbraba a usar.
—A mí —continuó Carmen, decidida a subir el tono—, lo que de verdad me pone son los ascensores, y si son de cristal transparente, mejor que mejor. Una de mis fantasías favoritas tiene lugar en el ascensor de un hotel, con todo el mundo esperando en la planta baja, mientras yo me lo hago con una desconocida.
—Yo prefiero una alfombra frente a la chimenea —aseguré, dispuesta a impedir que nos lanzáramos a una espiral morbosa.
—¡Qué romántico! —se burló Clara—Resulta mucho más divertido en público, aunque yo, prefiero la mesa de un despacho, sobre todo, si es de cristal y aluminio.
Tres. La única vez que había estado en mi casa, había alabado mi buen gusto al escoge la mesa del estudio. Agradecí al cielo que Angus no hubiera estado y desconociera ese detalle.
A partir de ese momento, las declaraciones adquirieron la calificación de Triple X, que no voy a reproducir, por no atentar contra la sensibilidad de las posibles lectoras. Pero me veo en la obligación de señalar, que un noventa por ciento de las preferencias de Clara, fueron alusivas a mi persona. El otro diez por ciento, si no logró escandalizarme, estuvo muy cerca.
¿Debería haberme dado por enterada y haber aprovechado la ocasión para, en un momento en el que Carmen y Angus se dedicaron a hablar de sus cosas, facilitarle el camino a Clara? Seguramente sí, pero no fui capaz.
—Tú es que pareces tonta —me recriminó Carmen, cuando le comenté mis sospechas—. Si, hasta yo, que no me entero de nada, me di cuenta de cómo te las estaba tirando...
—Pero, chica, Mari, estaba Angus delante...
—A tu edad deberías ser un poco más espabilada, guapa. Si te lanza todas las que te lanzó, sin importarle que su novia esté delante, es porque le trae al fresco su opinión. Y si a ella no le importa ¿por qué tiene que importarte a ti?
—Ya lo sé—reconocí apesadumbrada—, pero, ya sabes cómo soy.
—¿Una cobarde sin solución? Bueno —me concedió—, no te preocupes, me parece que las oportunidades no te van a faltar.
El ojo clínico de Carmen se mostró tan acertado como siempre. Una semana después se me presentó susodicha oportunidad, cómo no, en el Frida, cómo no a las tantas. Clara aprovechó un momento que Angus nos dejó solas para ir al baño, para preguntarme, mirándome como si quisiera leer mi pensamiento.
—¿Por qué nos pasamos las noches en la calle? Tú nunca has trasnochado tanto y ahora no hay quien te meta en casa antes de que amanezca.
Lo directo de la pregunta y la posibilidad de tener que responderle sinceramente, poniendo en evidencia mis sentimientos, lograron descolocarme.
—Podríamos decir lo mismo de ti —respondí para ganar tiempo.
—No es igual, Ana, yo siempre he salido hasta las tantas...
—Ya sabes que me gusta beber —reconocí—. Además, me lo paso estupendamente con vosotras y como estoy de vacaciones no tengo que preocuparme por el despertador.
—¿Estás segura de que no hay algo más? —insistió, sin que cediera ni un ápice la intensidad de su mirada.
Estuve en un tris de contestarle que el único motivo que me empujaba a pasarme las noches en vela, emborrachándome como un cosaco del Volga, era pasar el mayor tiempo posible con ella, pero mi cobardía y el temor a hacer el ridículo, me hicieron responder:
—¿Qué crees tú que hay?
—¿Por qué no te decides de una vez y acabamos con esta historia?
No me dio tiempo a preguntar a qué se refería, porque volvió Angus del baño y nos fuimos a tomar la siguiente al Batik-ano, donde nos dedicamos, como era habitual, a bailar pegadas —con Clara, por supuesto, que con Angus era otra cosa— y ella a sobarme todo lo que podía, sin que yo me atreviera a responder, como se merecía, a sus insinuaciones.
—No sé por qué tienes tantas dudas, Ana —me dijo Raquel, cuando las puse al corriente de los últimos acontecimientos—. Está claro que le atraes, pero, como ya imagino en qué actitud te pones, no se atreve a dar el primer paso.
—No estoy tan segura. A esta chica le gusta mucho jugar y me niego a entrar en esa dinámica.
—Y, si está jugando, ¿qué? Tampoco es tan malo. Es más —añadió—, por lo que cuentas, es lo mejor que te puede ocurrir. Ella tiene una relación estable que resiste todo lo que le echen encima, porque si no, hace tiempo que debería haberse acabado. A ti te gusta que te mueres, pero, no sólo no te atreves ni a insinuárselo, si no que, cuando ella se insinúa, te pones todo lo tiesa y distante que puedes, para quitarle toda esperanza. Así no vas a ningún sitio. ¿O no, Sara?
—Yo lo que veo es que te está pasando lo mismo que con Belén —dijo Sara—. Mucho coqueteo, muchas copas, muchas noches interminables y tú sigues sin resolver nada. Y lo que es peor, muriéndote de ganas de acostarte con ella.
Eso era verdad. Me estaba ocurriendo lo mismo que con Belén y lo mismo que con Bárbara, que me pasé un año cortejándola antes de decidirme a llevármela a la cama. El único detalle que distinguía ésta de la historia de Belén, era que yo me negaba a admitir que me había enamorado hasta los tuétanos. Primero porque Clara me daba miedo y, conociéndome como me conozco, temía convertirme en un juguete en sus manos; y segundo, los problemas de conciencia que suponía mi relativa amistad con Angus, me hacían recriminarme constantemente mi debilidad al haberme enamorado de una mujer que ya estaba comprometida.
—Arriésgate, Ana —insistió Raquel—. Y si luego resulta que es verdad lo que temes, que lo dudo, cierras capítulo, y a otra cosa.
—Tienes razón —admití—, tenía que haber aprovechado su pregunta del otro día para decirle claramente lo que siento. Ahora no sé cómo voy a hacerlo.
—¿Qué nos apostamos a que te lo vuelve a preguntar? —dijo Raquel— Y te lo digo muy seriamente, o le contestas lo que tienes que contestarle, o no vuelvas a hablarme de este asunto, que ya me tienes aburrida.
Efectivamente, tal y como previera Raquel, la oportunidad se me presentó al fin de semana siguiente. Como siempre, quedamos en el Frida, en esta ocasión después de cenar porque ellas tenían un compromiso.
Para evitar pasarme el día destrozándome el cerebro, quedé con Marina para jugar los dieciocho hoyos de nuestro club, a razón de los nueve primeros por la mañana y los nueve segundos después de comer. A las siete de la tarde, exhausta pero satisfecha de mis resultados en el campo y con la moral por las nubes, llegué a casa dispuesta a diseñar un perfecto plan de ataque, por si Clara, contradiciendo las previsiones de Raquel, no me repetía la pregunta que me diera pie a confesarle mis sentimientos.
Metida en la bañera, con el Concierto nº 2, para piano y orquesta, de Rachmaninoff de fondo, que siempre ha actuado en mí como un bálsamo, redacté mentalmente el diálogo al completo. Me puse una mascarilla. Peiné la melena, pinté el ojo, me vestí con lo mejorcito de mi guardarropa y, a las doce en punto, me instalé en el Frida, a esperar la llegada de las chicas, más nerviosa que una debutante.
Me dio tiempo a tomar dos copas, durante la tensa espera, porque aquella noche, mira tú por dónde, Clara y Angus se retrasaron más de lo normal. Carmen, detrás de la barra, intuyó mi nerviosismo y, cuando iba a pedirle la tercera me dijo:
—¡Huy!, se me olvidaba. Hace un rato que llamó Angus para avisarte de que no podían venir, por no sé qué complicaciones del bufete.
—¡No me jodas! —exclamé seriamente afectada.
—¿Qué pasa, tenías algún plan especial para hoy? —continuó, riéndose descaradamente en mi cara.
No respondí porque, en aquel mismo momento, vi la cabeza de Clara sobresalir entre las decenas de personas que atestaban el local. Miré a Carmen, que me guiñó un ojo con picardía, al tiempo que esbozaba una sonrisa de complicidad.
—Eres una guarra —dijo Clara, a modo de saludo, mientras me atraía hacia ella, para besarme morbosamente, muy cerca de la comisura de los labios—, me he pasado la tarde esperando que llamaras.
—Como ya habíamos quedado ayer... —me disculpé, más que afectada por la proximidad de su generoso escote.
—No intentes disculparme —continuó, sin quitar el brazo de mi cintura—. Si no te llamo yo, eres incapaz de descolgar el teléfono.
—¿Cómo es que llegáis tan tarde? —pregunté, para cambiar de tema.
—Porque hemos cenado con estas amigas —respondió señalando hacia donde se había quedado Angus, con un par de mujeres que no conocía—. Pero yo contaba contigo.
—¿Por qué no me has llamado tú? —quise saber, presintiendo que, a pesar de todo, no hubiera sido bien recibida en una cena de parejas.
—No cambies de tema. Te gusta hacerte de rogar, y punto.
Gracias a la intervención de Angus, que se acercó para presentarme a sus acompañantes, pude zafarme del apretado abrazo de Clara, que, para variar, había conseguido alterar hasta la última fibra de mi ser.
Fue gracias a esas amigas, que se dedicaron a hablar con Angus, como Clara consiguió hacer un aparte para, según había predicho Raquel, volver a plantearme la pregunta, esta vez con más insistencia.
—Bueno —me dijo muy seria—, tenemos una pregunta pendiente. ¿Quieres decirme, de una vez, por qué nos pasamos las noches en la calle? Porque eso de que te encanta beber y de que te lo pasas muy bien con nosotras, ya no cuela.
Hice acopio de todo el valor que pude encontrar, rebusqué en mi memoria la frase que tan cuidadosamente había preparado y le respondí:
—Lo hago para poder estar contigo.
—¿Conmigo? —preguntó, y supe que su sorpresa era auténtica.
—Sí —confirmé, y añadí, para no dejar lugar a dudas—, contigo, porque me gustas muchísimo.
Pude apreciar que mis palabras la habían afectado por el modo en que se bebió medio güisqui, antes de decir:
—Yo creí que la que te gustaba era Angus...
Esta si que es buena. O sea, piensa que la que me gusta es su novia y ella no para de coquetaer conmigo. ¿Cómo se come esto? En vez de trasladarle mis dudas y, de paso, soltarle un par de frescas, le dije:
—Ahora ya lo sabes. Puedes hacer lo que quieras con ello.
—Nada malo —me aseguró y desapareció entre la marabunta que llenaba el local.
Inmóvil, cual estatua de sal, y tan perpleja como puede suponerse ante una reacción de ese tipo, permanecí unos minutos, en la misma postura, sin saber a ciencia cierta a qué atenerme. ¿Qué significaba aquella espantada? ¿Tanto le había horrorizado mi declaración? Poniéndome en lo peor, que es lo que mejor sé hacer, me deprimí inmediatamente. Con la disculpa de lo tardío de la hora y el cansancio de los dieciocho hoyos jugados durante la tarde, abandoné el bar de Carmen, sin esperar el regreso de Clara, para llorar mi desgracia en la soledad de mi hogar y proporcionarme una buena sesión de autocompasión.
Sí, había hecho el ridículo más espantoso. Y lo que era peor, sus coqueteos no iban dirigidos a mí, sino a evitar que me liara su novia. ¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¿Cómo no había sido capaz de adivinar sus verdaderas intenciones? Por eso me había dicho aquel “decídete de una vez y acabemos cuanto antes”, que no había logrado procesar en su momento.
Me sentí tan desdichada que me negué a salir de casa y a ver a nadie en tres días. Alterné el ordenador, intentando superar mi propio record del Tetrix, con varias películas que me permitieran llorar a moco tendido, hasta agotar la última de mis lágrimas. La buena estrella, Los puentes de Madison, El Club de la buena estrella, y E.T., por ese orden, me permitieron descargar toda la tristeza que aplastaba mi alma como una losa.
A los dos días me encontraba bastante recuperada. La proximidad de mi cumpleaños me facilitó la tarea de volver a mis cabales y dejar la autocompasión para fechas menos significativas. Me obligué a ver la parte positiva del asunto diciéndome que era preferible que la historia hubiera acabado antes de empezar. Así tendría la oportunidad de estrenar década sin lastre alguno. Sola, pero tranquila.
Preparé con cuidado el paso de los treinta y nueve a los cuarenta. Metí una bolsa de palomitas en el microondas y escogí Amanece, que no es poco, con la sana intención de realizar tan importante trámite con la sonrisa en los labios y el ánimo en alza.
A las doce en punto sonó el teléfono. Al otro lado del hilo, dos voces conocidas, entonaron al unísono el cumpleaños feliz. Estuve a punto de atragantarme con las palomitas que no me había dado tiempo a tragar antes de levantar el auricular.
—¿Qué tal te sientan los cuarenta? —preguntó Clara, haciéndose cargo del aparato.
—No me habéis dado tiempo —respondí, procurando disimular la conmoción.
—¿No me digas que pensabas quedarte en casa, precisamente esta noche?
No respondí, pero tampoco me dio la oportunidad porque añadió:
—Te esperamos en el Cristian-dos, no tardes.
No hubiera hecho falta que lo dijera. En cuanto colgué, me metí en la ducha, me bañé en mi colonia favorita, escogí un modelo favorecedor, pedí un taxi y, antes de media hora, me encontraba brindando con las chicas con una botella de cava. Ellas, que habían empezado la fiesta sin esperarme, ya tenían un puntito gracioso. Nos reímos muchísimo. Bailamos todas las horteradas con las que el pincha tuvo a bien obsequiarnos, incluidas varias joyas de los setenta y alguno que otro tema lento, que Clara me dedicó.
Aprovechando la ausencia de Angus, Clara se abrazó a mí y me susurró al oído:
—¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste sola?
No esperaba ni el abrazo ni la pregunta, pero salté, como empujada por un resorte.
—Fuiste tú la que me dejó plantada, en medio del bar, si no recuerdo mal.
—Pero volví, y ya no estabas.
—Y, ¿ qué querías que hiciera? Me dejaste con la palabra en la boca, sin saber qué hacer ni qué pensar.
—Salí a buscarte —continuó—, cuando me dijeron que te habías ido, salí detrás de ti, casi llegué a tu casa.
—Podías haber llegado del todo….
—Hubiera preferido que te quedaras conmigo y me dieras tiempo a reaccionar —y añadió dolida—, estaba convencida de que era Angus la que te gustaba, como siempre hablas más con ella que conmigo...
—Porque tú no paras de coquetear ni un minuto con todas las que se te ponen a tiro—le recordé.
—Lo hago para llamar tu atención —confesó.
Angus volvió del baño y, como nos ocurriera en tantas ocasiones, dejamos la conversación a medias y volvimos a la barra. Tuve que sujetarme al taburete para no salir volando de la emoción. Sí, era cierto, ella también se había fijado en mí. No, no había hecho el ridículo declarándome. Sentí que era el mejor regalo de cumpleaños que pudiera tener y me dediqué a beber todo el cava que pude para celebrarlo.
Pero la noche, aún me deparaba otra sorpresa. Esta vez fue Angus quien, aprovechando una ausencia de Clara, se sentó frente a mí y me dijo, muy seria:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Desde luego. Que te la responda o no, es otra cosa —contesté con ese desparpajo que proporcionaba el nivel etílico que ya había adquirido—. Que ,sí mujer, que sí —tuve que matizarle al observar su cara de desconcierto—, que te contesto.
—A ti te gusta Clara, ¿verdad?
¡Vamos, no me jodas! ¿Se habrían puesto de acuerdo para tirarme de la lengua?
—¿Y a ti?
—¡Es mi novia! —exclamó ofendida.
—Pues eso, Angus, pues eso. Es tu novia, así que lo que yo pueda sentir, o dejar de sentir por ella, perdóname, no tiene la menor relevancia.
—O sea, que te gusta.
—Realmente, Angus, ¿qué importancia tiene lo que yo sienta?
—Lo que tú sientas, no lo sé, lo que ella siente por ti, mucha.
Como ya he comentado los nocivos efectos que la culpabilidad tiene sobre mi existencia no voy a incidir más en el tema, pero he de constatar que la declaración de Angus me dejó fuera de combate. No tardé ni diez minutos en despedirme de ellas. Una vez en casa me dediqué a rumiar los acontecimientos de la noche. Me recriminé mil veces por haberme enamorado de Clara. Me sentí culpable. Mala, retorcida y culpable. Esa culpabilidad me impidió darme cuenta, hasta bastante avanzado el asunto, del papel que jugaba en su relación y hasta que punto Angus se apoyaba en mí para demostrar, una vez más, que Clara no era una persona digna de confianza, que ella estaba totalmente entregada a la causa de aquella relación con una abnegación digna de encomio y que el inmenso amor que sentía por ella era suficiente para resignarse al sufrimiento que conllevaba estar unida a una esposa infiel e inestable. ¿Cómo aumentar aún más su sufrimiento?
Al día siguiente decidí darle unas merecidas vacaciones a Loli y, de paso, huir de la quema. No sería yo quien forzara ninguna situación. No sería yo la que se metiera en medio de una pareja, por mucho que Clara se me insinuara a la menor ocasión. Si realmente le interesaba, que se mojara ella.
En esta ocasión, como en muchas otras opté, después de haber consultado mi futuro sentimental al Tarot y al I Ching —que es lo que tenemos las esotéricas, que no damos un paso sin haber consultado uno o varios oráculos—, opté por una retirada prudente que me permitiera reorganizar las ideas. Con la excusa de la Semana Santa, corrí a refugiarme en los amorosos brazos de Marta, aún a costa de soportar los sarcasmos de Pelayo, muy acertados, casi siempre.
—Bienvenida al refugio —fue el saludo de mi amigo— ¿Qué nuevo descalabro amoroso te trae por aquí?
—¡Pelayo! —exclamó Marta, ofendiéndose por mí— No empieces, déjala en paz.
—No te preocupes —afirmé, sonriendo—, en esta ocasión aún no tenemos descalabro.
Los puse al corriente de las últimas novedades durante la cena. De las novedades, de las dudas, de los cargos de conciencia, de la inseguridad..., en fin, de todas las trabas que suelo ponerme a mí misma en cuanto siento que el amor llama a mi puerta.
—Por si lo dudabas —dijo Marta, cuando nos quedamos solas frente a la chimenea—, a esa chica le gustas, y mucho. Pero el handicap de esa novia eterna me parece un escollo difícil de salvar.
—Me da igual su novia —afirmé rotunda—. No tengo ninguna intención de casarme, de momento.
—Ya me conozco tus intenciones momentáneas —respondió ella, que me conoce como pocas personas en este mundo—. Empiezas a lo tonto, como te pasó con Belén, y terminas enamorándote como una quinceañera.
—Eso no te lo discuto, pero no creo que Clara quiera arriesgar su matrimonio por mí.
—Ya lo ha arriesgado antes —manifestó—. Y nada menos que con Viky y con Güendy, sucesivamente. Mira —añadió con un gesto de desagrado—, eso es lo que menos me gusta de ella, porque a la otra no la conozco, pero Güendy, como sabes por propia experiencia, es un mal bicho.
—Por eso, Marta, por eso. Después de los follones que tuvieron con ese par, no creo que Clara tenga ganas de más historias.
—Si no las tuviera —me corrigió—, no se comportaría así contigo. De todas formas, Ana, ¿cuál es el verdadero problema? Sabes perfectamente lo que esa chica siente por ti, pero no estás dispuesta a aceptar que es así. No tienes la suficiente confianza en ti misma como para reconocer que por muy atractiva que sea ella, que no dudo que lo sea, pueda fijarse en alguien como tú y por eso te buscas disculpas y más disculpas para no arriesgarte. Por favor, Ana —continuó sin dejarme intervenir—, que ya no eres una adolescente... Si ella se ha fijado en ti es porque algo habrá encontrado en ti que la atraiga, ¿no crees?
Los certeros comentarios de Marta influyeron positivamente en mi ánimo. Era cierto, Clara me hacía sentirme insegura y buscaba disculpas para no tener que aceptar las evidencias, para no tener que arriesgarme, como me pasaba siempre.
—No seas tonta —me dijo cuando le comuniqué mis reticencias respecto a Angus—. Si la atracción es mutua no te pongas a pensar en el daño que puedas hacerle a Angus, eso no es cosa tuya, si no de Clara, y de la propia Angus que, por lo que parece, sigue empeñada en esa relación, a pesar de lo mucho que se queja de ella.
Marta tenía razón. Angus no era cosa mía. Ni era mi amiga ni yo tenía porque implicarme en sus problemas, pero era a mí a quien Angus había confiado su desesperación cuando Güendy irrumpió en sus vidas y eso me traía muchos quebraderos de cabeza.
—Es que —protesté—, lo ha pasado fatal. La historieta entre Güendy y Clara fue muy fuerte, y muy desquiciante para las dos. Ya sabes cómo es de intensa.
—Eso te pasa por meterte a redentora —exclamó Marta indignada—. ¿Cuándo aprenderás, Anita, cuándo aprenderás? Porque, vamos a ver, ¿a quién se le ocurre convertirse en confidente de una rival?
—Cuando la escuché por primera vez no éramos rivales —protesté débilmente—, es más, apenas nos conocíamos, ya lo sabes.
—Y menos —continuó haciendo caso omiso a mis palabras— tratándose de Güendy. ¡Joder, Ana! ¿Qué os da?
Eso mismo me preguntaba yo, a pesar de reconocer que había estado enamorada de ella hasta las trancas.
—Siempre busca personalidades débiles como la mía —reconocí—, con la autoestima por los suelos, y demasiado necesitadas de cariño y atención. Pero —añadí —, hay que reconocérselo, maneja como nadie el arte de la seducción.
—Pero, mira, no sedujo a Angus que será muy mona y muy interesante, pero no tiene ni el dinero ni las conexiones de Clara —objetó—. De todas formas, la que lleva ahí la voz cantante, es Clara.
—Y Angus lo sufre, como me pasaba a mí con Bárbara.
—¡Déjate de tonterías! Como te solidarices con Angus, estás perdida, Anita —me advirtió muy seria—. Me permito recordarte que nadie se mete donde no quiere y que nunca es la tercera persona la que llega a estropear nada. Como te pasó a ti con Bárbara, cuando se busca fuera, es que lo que se tiene en casa, por lo que sea, ya no te llena.
No me quedó más remedio que aceptar sus argumentos. Y recordar una frase con la que Pelayo, en un intento de ayudarme a salir del marasmo en el que me encontraba a raíz de mi separación matrimonial, había conseguido remover todos mis cimientos. «Mírate —me había dicho—. ¿En qué te has convertido? ¿Qué puedes ofrecerle a Bárbara para que continúe a tu lado? Nada.» «Mi fidelidad y mi entrega —había respondido, convencida de que aquellas eran virtudes de innegable valor— ¿Te parece poco?» «Nada, Ana —me contestó—, eso no vale nada. La abnegación sólo hace que la otra persona se sienta culpable y huya. Mira dentro de ti y busca la persona que fuiste antes de convertirte en la esposa perfecta, aburrida y plañidera».
¡Cuánto maldije entonces sus palabras¡ Y cuánto tuve que agradecerle después, cuando fui capaz de observarme a mí misma con un mínimo de objetividad, que me hubiera abierto los ojos de aquella manera.
—Tú —continuó Marta—, vete a lo tuyo y olvídate de Angus. Que Clara, si tanto valora su matrimonio, se ocupe de ella.
Pasé la semana como en una nube. Evoqué todos los momentos que había pasado con Clara. Analicé una por una sus palabras, sus gestos, sus insinuaciones, para terminar deduciendo que sí, que quería vivir aquel amor, a costa de lo que fuera.
El domingo de Resurrección, a media tarde, sonó el móvil. Era Clara.
—¿Se puede saber dónde estás? Llevamos toda la semana llamándote a casa.
—Relajándome en la costa —respondí, fastidiada por el plural.
—¿Cuándo piensas volver? —preguntó, con cierta inquietud.
—Aún no lo he decidido. Me apetece aprovechar los últimos días de asueto al aire libre. Que luego tengo que ponerme a trabajar todo lo que no he trabajado en estos meses y me esperan muchas horas de encierro.
—Entonces nos vamos a cenar contigo esta noche —ella, como siempre, tan decidida.
Y cenamos. Ni el marisco ni el vino lograron romper la tensión del reencuentro. Angus, que tenía muy bien preparado el tema que le interesaba tocar, hizo una declaración de intenciones digna de encomio, que Clara suscribió con un discreto silencio. El sacrosanto matrimonio, el valor de los compromisos adquiridos, la fidelidad...
Mientras Angus desgranaba sus teorías, haciendo una defensa a ultranza de aquello en lo que se sustentaba su propia seguridad, recordé un fragmento de un libro que solía recomendar en mis tiempos de psicóloga clínica que, en el capítulo dedicado a los deberes decía: “Considere el valor el matrimonio debe ser para siempre. Como regla que rige la conducta no es realista: no se basa en resultados. No tiene en cuenta el hecho de que la lucha por mantener un compromiso matrimonial puede hacerle a usted y a su cónyuge infelices, con tal de no divorciarse. La regla el matrimonio debe ser para siempre se basa en el principio inflexible de que el matrimonio es el supremo bien. Su felicidad es irrelevante. Su dolor es irrelevante. Todo lo que cuenta es hacer lo correcto».
Efectivamente, lo que cuenta es hacer lo correcto. Lo correcto para una misma.
No le entré al trapo a Angus, que recitaba su lección como para un examen. Preferí callarme lo que pensaba, al menos hasta que volviera a quejarse del sufrimiento que le causaban las infidelidades de su señora. Entonces, sí que me iba a oír. No obstante, y como no quería dar pávulo a sus fundadas sospechas, prefería tranquilizarla. Le aseguré que me encontraba muy feliz en mi actual estado y que no deseaba complicarme la vida embarcándome en ningún tipo de aventura amorosa que, recalqué, me distraería del ímprobo trabajo que me esperaba a la vuelta de los meses sabáticos que me había concedido. En mi fuero interno, decidí esperar acontecimientos.
Tal y como había supuesto, las propuestas de trabajo se apilaban sobre la mesa de mi estudio. La traducción de un nuevo manual del psicólogo canadiense en el que me había especializado, me obligó a ponerme las pilas y a encerrarme en casa para poder asistir a un curso sobre la psicología de fantasía, que tendrían lugar en Madrid dos semanas después de mi vuelta a la normalidad.
Bendije a mi padre por su buen criterio al proporcionarme una educación bilingüe y a mi agencia por confiarme reiteradamente las traducciones del mismo autor, a quien he llegado a conocer tanto que apenas me supone esfuerzo verter sus obras al castellano, con la economía de tiempo que ello me supone.
Durante aquellas tres semanas, apenas tuve noticias del mundo exterior. Vi a las chicas un par de veces, casi de pasada, en el Frida, en las dos únicas ocasiones en las que me permití salir a cenar con Antón y Belén, por un lado y Violeta, por otro. Pero hablé mucho con Carmen, por teléfono.
—Mucho me extraña —me dijo Carmen, en una de aquellas ocasiones—, que dedicándote a lo que te dedicas y aconsejando como nos aconsejas a las demás, tengas tantas dudas sobre tus asuntos.
—Ya sabes —le respondí resignada, consciente de mi paradójica realidad—, En casa del herrero...
—Déjate de refranes y ponte a ello —me aconsejó—. Por lo que llevo viendo, no hay ninguna duda de que le interesas a Clara mucho más de lo que tú te crees. Si no hay más que verla, cuando venís juntas, que no te deja ni a sol ni a sombra.
—Por eso no ha dejado de llamarme en todo este tiempo —objeté, sarcástica.
—Llámala tú. Bastante tiene ella con el control exhaustivo al que la somete Angus.
—Otras veces, cuando le interesó, llamó, con o sin Angus.
—Desde luego, Anita, qué cómoda eres. No te la juegas así te piquen. Fíjate lo que te digo, yo creo que no te gusta tanto como quieres hacerme creer.
—¡Qué sí! —protesté indignada por la duda— Lo que pasa es que, como metí la pata con Angus, ahora no sé qué hacer.
—Si te interesa, ya encontrarás la forma —me aseguró.
Y la encontré, vaya si la encontré. A mi regreso de Madrid, como hago siempre, corrí a reencontrarme con el mar. Un paseo por la playa, sintiendo el agua del mar y la arena bajo mis pies, han tenido siempre la virtud de sosegar mi ánimo y recargar mis gastadas energías. La tarde amenazaba lluvia. Negros nubarrones oscurecían el cielo, mientras que la ausencia de viento proporcionaba una tensa calma al ambiente y a las olas, que llegaban mansas hasta la orilla. Pasadas resacas habían llenado la marca de la última marea de los más diversos objetos, incluidos grandes troncos y un sinnúmero de piedras de todas las clases y tamaños, convirtiéndola en un variopinto muestrario.
Aquel día, quizás porque no pude apartar a Clara de mis pensamientos, el paseo tuvo un efecto contrario en mí. El recuerdo de su sonrisa, del tacto de su piel, de su olor, me llenaron de melancolía. Pensé que nunca sería capaz de enfrentarme a las circunstancias que parecían atarla Angus, que me faltaba valor para luchar, contra aquel matrimonio que ella definía como indisoluble y del que, con su actitud, renegaba constantemente. Ni tan siquiera me encontraba con fuerzas para pensar en mí y olvidarme de todo lo que no tuviera que ver directamente con Clara y conmigo. La melancolía dio paso a la tristeza y sentí las lágrimas aflorar a mis ojos. Me paré un momento contemplando el horizonte gris plomo. Me sentí sin fuerzas, derrotada. Tanto, que me dejé caer sobre la arena para llorar a gusto. Fue entonces cuando reparé en una de las muchas piedras que dibujaban la sinuosa curva dejada por la marea. Tenía la forma exacta de un corazón. Un pétreo y diminuto corazón. La cogí y la apreté en mi mano, convencida de que era la señal que estaba esperando para no rendirme. Esa pequeña piedra, desgastada y rota, en cuya superficie se dibujaba, de forma tan precisa, un corazón, sería la disculpa que me acercaría a Clara.
Volví a casa por el carril izquierdo de la autopista, espoleada por el contacto de la piedrecilla que había guardado en el bolso del pantalón. Me senté ante el ordenador y redacté una romántica carta, más propia de una adolescente que de una persona hecha y derecha, en la que explicaba las circunstancias de mi hallazgo y el significado que le atribuía. Estaba segura de que Clara, con quien había hablado muchas veces de estos temas esotéricos, compartiría conmigo la importancia de lo que yo había interpretado una señal del cielo. Busqué una caja que se adecuara al tamaño de mi regalo, deposité en ella la piedra, protegiéndola con algodón y la envolví con todo el primor de que fui capaz. Llamé a Carmen.
—¿Que qué me parece? —me respondió ella, mucho más práctica que yo— Que si quieres saber el efecto que tiene sobre ella, no se la mandes, llámala por teléfono y dásela en persona.
Destruí la copia de la carta, deshice el paquete, me metí la piedra en el bolso del pantalón y marqué el número del bufete. Milagrosamente ni se hallaba hablando por la otra línea ni estaba ocupada con ningún cliente y se encontraba de un humor excelente. Sorprendida, según dijo, muy agradablemente por mi llamada, escuchó lo que tenía que decirle al respecto de la piedrecilla sin hacer el mínimo comentario. No pude calibrar el efecto de mi declaración porque la llegada de un cliente nos obligó a interrumpir la conversación con el socorrido «Ya nos llamamos», pero colgué muy satisfecha de mí misma y segura de haber dado el paso adecuado.
Con el ánimo elevado bastantes enteros, me dispuse a traducir uno de los artículos que tenía pendientes. A eso de las doce llamó Carmen.
—Me veo en la obligación de darte una mala noticia, Anita querida —dijo a modo de saludo, con un tono que no me gustó nada.
—No me asustes —pedí, intuyendo que se trataba de algo muy negativo para mis intereses.
—Acaban de irse Angus y Clara —aclaró rápidamente para no alargar más la intriga—. Nos hemos pasado la noche hablando de ti.
—Vaya —dije sin sorprenderme mucho por su revelación—. ¿Y?
—Pues que me parece que la jugada de la piedra te ha salido fatal. Clara estaba bastante ofendida por tu atrevimiento y confesó no entender a qué se debía tu llamada y el interés por regalarle algo que no tiene nada que ver con ella.
¡Mierda! ¿A qué coño estaba jugando aquella estúpida? ¿Quién le daba derecho a ponerme en evidencia ante Angus y Carmen?
—¿Quieres decir que Angus sabe lo de la piedrecita? —pregunté indignada.
—¿Tú qué crees?
No respondí. El hecho de que se discutieran mis asuntos en comandita me produjo tal grado de indignación que preferí guardar silencio, antes que poner verde a Carmen por haber entrado al trapo.
—Lo siento, Mari, pero me parece que no tienes nada que hacer.
—Eso ya lo veremos —contesté decidida—. Lo que me ha pasado entre nosotras durante estos dos meses, no tiene más que un significado, bien lo sabes, que has sido testiga. Que ahora quiera cubrirse las espaldas con Angus, cargándome con toda la responsabilidad, me parece muy poco digno y bastante cobarde, eso, por lo suave.
—Ya, chica, pero una cosa es coquetear y otra jugarse el matrimonio.
Comprendí que las palabras de Carmen encerraban una gran sabiduría, así como una realidad que no me era ajena. Maldije mi suerte por haber caído, una vez más, en aquel tipo de juego.
—Pero ya le dije —continuó— que mejor lo aclaraba contigo, porque no se puede ir por ahí metiendo morbos, para luego agarrarse al tan manido donde dije digo, dije Diego.
Agradecí a mi amiga su valioso gesto y me despedí asegurándole que la tendría al corriente de cualquier novedad.
No es que estuviera enfadada, no. Colgué el teléfono indignada conmigo misma, por haber caído en sus redes, declarándole mis intenciones, y con aquella sinsustancia que se había pasado casi dos meses coqueteando conmigo, para luego publicar que yo tenía una imaginación desbordante y que todo su juego carecía de significado. Me juré a mí misma que, en cuanto le echara la vista encima, iba a enterarse de quién era Ana Coreta. Para obligarme a no darle más vueltas al asunto, volví a mi trabajo con renovadas energías. A la una en punto sonó el timbre de la puerta.
Todos mis sistemas de alarma se dispararon al unísono, acompañados por una fuerte descarga de adrenalina que convirtió mi corazón en un potro desbocado y mi estómago en una coctelera.
—Hola, soy Clara. ¿Puedo subir?
Accioné el interruptor sin responder y aguardé la llegada del ascensor, intentando acallar el coro enloquecido que atronaba mi cerebro.
—¿No estarías acostada? —preguntó, a pesar de que mi atuendo indicaba claramente que esa posibilidad era nula, a no ser que, entre mis extrañas costumbres, se incluyera la de dormir vestida.
—Pues no —respondí con cierto retintín.
—¿Me invitas a una copa?
—Claro. ¿Qué te apetece?
Serví dos güisquis con hielo y agua intentando adivinar los motivos de su visita a aquellas horas de la noche. Si mi ánimo no se hubiera hallado en semejante estado de alteración, podría haber leído las señales de su nerviosismo. Eso me hubiera ayudado a tranquilizarme y afrontar con ciertas garantías de éxito al toma y daca al que me sometió desde el primer momento. Pero cuando una es como es y tiene delante al objeto de su deseo, de nada sirve la experiencia ni los años ni lo mucho que se ha leído ni nada de nada. Los recursos se quedan a cero y sólo cabe esperar que la magnificencia de tu contrincante te evite una vergonzante derrota
—¿Qué quieres de mí, Ana? —preguntó mirándome fijamente, en cuanto apuró el primer sorbo, sentada en el borde del sofá.
Entre las, por lo menos, ciento cincuenta formas de iniciar la conversación que había imaginado mientras esperaba a que se decidiera a hablar, la única que no había previsto era aquella: directa, contundente, agresiva. Justo lo que necesitaba para terminar de descolocarme. Intenté ganar tiempo.
—¿A qué te refieres?
—Vamos, Ana —respondió con un gesto cargado de ironía.
Aún no sé como conseguí encontrar el suficiente valor para un contraataque digno.
—Tienes razón. Ambas sabemos a qué te estás refiriendo —acepté haciendo gala de una seguridad muy lejana a la realidad—, pero, creo que esa pregunta me corresponde hacerla a mí. Tú —recalqué el tú— eres la que has venido a mi casa a una hora bastante intempestiva, así que comprenderás que sea yo quien quiera saber qué es lo que pretendes.
—De acuerdo —admitió—. He venido porque tenemos que hablar.
La interrogué con la mirada.
—Me parece —continuó— que ha habido un mal entendido entre nosotras y quiero aclararlo.
Me puse en guardia, no sólo porque Carmen me hubiera puesto en antecedentes de la conversación que habían mantenido, sino porque la cuestión del malentendido me sonó mucho peor que mal.
—Creo que te has confundido conmigo —declaró muy seria—. No sé que te ha hecho pensar que entre tú y yo podría haber algo más que una simple amistad.
—¿No me digas? —pregunté sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—En ningún momento te he dado pie para que pensaras que me interesabas más allá de eso.
¡Hay que joderse!, pensé buscando en mi cabeza una respuesta digna de tal desfachatez.
—Si tú llamas no dar pie a pasarte dos meses coqueteando conmigo, insinuándote sin ambages y metiéndome mano a la menor oportunidad, entonces sí, te he interpretado mal.
Encendió un pitillo antes de responder.
—Yo no he coqueteado contigo, Ana. Si no recuerdo mal, fuiste tú quien se declaró. Lo único que he hecho es ser cariñosa contigo, como lo soy con todo el mundo. Nada más.
Lo que me faltaba, que se me repitiera la historia por tercera vez consecutiva. Estaba visto que no había otra más torpe que yo, que confundía las muestras de amistad pura y dura con descarados coqueteos. Me indigné. Vaya si me indigné.
—De acuerdo —admití—, he cometido un error.
—Pero no pasa nada —me interrumpió—, no te preocupes. Podemos seguir siendo amigas.
¡Ah, no! Eso sí que no.
—Lo siento—dije procurando controlar la rabia—, el cupo de mis amistades lo tengo cubierto. Me parece que te dejé muy claro que no era, precisamente, una amistad lo que yo pretendía tener contigo y como parece que eso no es posible, no quiero nada más de ti.
Tuve la impresión de haber dado en el blanco porque el gesto de displicencia, con el que me había obsequiado desde su llegada, dio paso a otro menos altivo.
—No te entiendo —dijo—. ¿Es que no lo hemos pasado muy bien juntas?
—Por supuesto —reconocí sin abandonar mi actitud—. Me he divertido mucho con vosotras —hice especial hincapié en el vosotras— y, probablemente, podamos repetirlo en un futuro, cuando ya no sienta nada por ti; pero, de momento, hasta aquí hemos llegado.
—¿Por qué no podemos ser amigas? —insistió.
—Porque me gustas, Clara, porque me gustas mucho, pero, como también es evidente que mis deseos no coinciden con los tuyos, así que no tenemos nada más que hablar.
—¿Me estás echando de tu casa? —preguntó, aparentemente muy afectada.
—Si prefieres llamarlo así —respondí deseando realmente que se fuera y me dejara sola.
—Pues lo siento, pero no voy a irme hasta que aclaremos esto.
—No hay nada más que aclarar —dije decidida a zanjar la conversación, y de paso aquella historia absurda, lo antes posible—. Me has dicho que me he equivocado contigo, que te he interpretado mal, en otras palabras, que he cometido un terrible error. De acuerdo, lo admito, pero comprenderás que si lo he cometido, voy a solucionarlo a mi manera. Y la única manera que entiendo es que tú sigas por tu camino, yo por el mío y acabemos lo más rápidamente posible con esta farsa.
La miré fijamente esperando una respuesta acorde con la dureza de mis palabras. Una respuesta que me permitiera liberar la frustración y la rabia producidas por lo que consideraba un juego absurdo y cruel. Pero, contra todo pronóstico contemplé asombrada como sus ojos se llenaban de lágrimas al decirme:
—Siempre me pasa lo mismo. Todo el mundo me echa de su lado.
Completamente desarmada por una reacción que no esperaba, intenté acercarme a ella y consolarla. Me rechazó con un gesto, se levantó y se dirigió decidida a la puerta.
—No te vayas así —pedí—. Espera un poco.
—Déjalo, Ana, no pasa nada, estoy acostumbrada. Me tomaré unos cuantos güisquis y se me pasará.
—Como quieras —le dije, en un arranque de frialdad que me sorprendió a mí misma.
Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, me encontré en sus brazos.
—Te quiero —le confesé.
—¿Por qué te ha costado tanto decírmelo? —preguntó escondiendo la cabeza en mi cuello.
Aquella pregunta me dejó total y definitivamente descolocada. No hacía ni media hora que me había asegurado que, entre ella y yo sólo cabía una amistad y, de repente, me recriminaba por no haber sido capaz de confesarle mis auténticos sentimientos. Los últimos resquicios de cordura se esfumaron y me rendí sin condiciones a lo que interpreté como un signo inequívoco de su amor.
—Tenía miedo —admití, ya sin ningún reparo—. Miedo de que estuvieras jugando conmigo, de que sólo te divirtieras conquistándome para luego reírte de mis sentimientos.
—¿Cómo puedes decirme eso, Ana? Si he hecho lo imposible porque te fijaras en mí...
Bueno, vale, de acuerdo, no tuve en cuenta tamaña contradicción, es más, la obvié, obnubilada por el impacto de su declaración.
—Y porque tienes una pareja...
—Angus no tiene nada que ver en todo esto —me atajó, muy seria—, sólo nos incumbe a ti y a mí. Lo que siento por ella, lo que tengo con ella no va a cambiar.
¿Qué fue lo que me impidió procesar aquella última frase? ¿Cómo pude obviar la importancia capital de sus palabras? ¿Cómo pudieron nublarse mis sentidos hasta el punto de pasar por alto tal declaración? Sea como fuera, mis embotados sentidos no percibieron la luz de alarma que, sin ninguna duda, debió encenderse en algún punto de mi cerebro y pasé por alto el contenido último de su mensaje. Si no fuera como soy, si no hubiera tenido, desde siempre, esa absurda necesidad de amar y ser amada, a cualquier precio, podría haber reaccionado. Podría haber huido en aquel mismo momento. Podría haber salido corriendo sin mirar atrás y haberla olvidado. Podría haber hecho justo lo contrario de lo que hice, si hubiera sido capaz de reconocerme a mí misma hasta dónde me había calado su amor y lo que, de verdad, quería tener con ella. Pero no. Desoí la voz de la razón, me dejé llevar por el estruendo de los fuegos artificiales que acompañaron nuestro primer beso y la llevé, directamente, a la cama, no sin antes enviarle un mensaje al móvil de Loli advirtiéndole de que no fuera a trabajar a la mañana siguiente.
La primera noche que pasamos juntas no podría inscribirse en los anales de mi historia sexual. Estaba demasiado nerviosa, demasiado alterada para dejarme llevar por algo que no fuera la inmensa emoción que me produjo sentir — ¡por fin!— su cuerpo junto al mío. Había esperado tanto aquel momento, deseaba tanto poder abrazarla, que me hubiera conformado con besarla un millón de veces y permanecer a su lado simplemente sintiéndola.
Tal era mi turbación, que salí del baño en pijama. Ella, que me esperaba desnuda sobre la cama, no pudo evitar un comentario sarcástico, a la vez que me quitaba la camiseta y me ayudaba a deshacerme del pantalón sin despegar sus labios de mi cuerpo.
No puedo precisar el tiempo que dormimos aquella noche, pero fue muy poco. Apenas un par de horas para reponer fuerzas y volver a la carga hasta que, bien entrada la mañana, le confesé la necesidad imperiosa que tenía de tomarme un café y meter algo en el cuerpo que acallara las protestas de mi estómago.
Mientras ella llamaba al despacho para advertir que llegaría un poco tarde, preparé un abundante desayuno que le llevé a la cama.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —preguntó con una timidez que no se correspondía con la fogosidad de la que había hecho gala hasta hacía pocos momentos.
—Eso depende de ti —respondí deseando que aquella noche fuera sólo el principio la historia de amor que siempre había soñado —. Yo no tengo ningún compromiso, nada que me impida verte cada vez que nos apetezca.
—Por cierto, ¿dónde tienes esa piedra que querías darme?
Descubrir a Carmen me impidió responderle como hubiera deseado, así que rebusqué en los bolsillos del pantalón y se la di.
—Puedes tirarla si quieres —dije sin poder evitar un cierto tono de acritud—. Cuando la encontré pensé que nos traería suerte, pero...
—Y nos la ha traído —afirmó besándome—. Si no hubiera sido por ella, quizás no hubiéramos compartido esta noche. Y no, no pienso deshacerme de ella, será mi talismán.
Cuando se fue, sólo tuve fuerzas para quedarme en la cama, repasando uno por uno los intensos momentos que habíamos vivido, empapándome con su olor, impregnado en las sábanas, deseando retener en la memoria cada una de las sensaciones vividas, soñando con volver a tenerla a mi lado.
Un par de horas después sonó el teléfono.
—No puedo dejar de pensar en ti —afirmó sin más preámbulos—. Necesito volver a verte. ¿Me invitas a tomar el café?
Apenas me tuve tiempo de darme una ducha y preparar la bandeja, cuando ya la tenía otra vez en casa, dispuesta a retomar el asunto donde lo habíamos dejado.
—Sólo tengo una hora —dijo antes de besarme y despojarme del modelín que había elegido tan cuidadosamente— y no quiero desperdiciar ni un momento.
De nuevo deshicimos la cama, entregadas a un frenesí sexual de proporciones indescriptibles, que nos dejó definitivamente exhaustas.
—Me encantaría quedarme contigo toda la tarde —confesó —, pero tengo un montón de trabajo. ¿Qué vas a hacer?
—Intentaré dormir un poco, a ver si me recupero...
—No vas a poder —me interrumpió —yo también lo intenté, y ya ves.
Efectivamente, no pude dormirme. Estaba tan emocionada, tan alterada, que me fue imposible conciliar el sueño. Intenté trabajar, pero tampoco logré concentrarme. Raquel y Sara no estarían disponibles hasta últimas horas de la tarde, así que decidí descargar la tensión en el campo de golf.
Como suele ocurrir en estos casos pude comprobar que, a pesar del agotamiento físico, mi juego ganaba muchos enteros gracias a la euforia resultante de tanta actividad sexual. Hasta el día de hoy no he logrado repetir los resultados de aquella tarde mágica en la que cada uno de los golpes que ejecuté se ajustó exactamente a los objetivos previstos. Cuando me disponía a patear en el green del hoyo nueve, observé una silueta conocida contemplándome sonriente desde la terraza de la casa club. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. ¡Era ella! Haciendo gala de un aplomo digno del mismísimo Josemari Olazabal, completé el hoyo como mandan los cánones, dos golpes en green, y conduje el carrito hasta la terraza embargada por la inmensa emoción. No sólo porque estaba encantada de verla, si no porque interpreté que el hecho de que hubiera sabido dónde encontrarme demostraba hasta dónde llegaba su interés por mí.
—Supuse que estarías aquí —dijo sonriendo.
—Como no podía dormir...
—Ya te lo advertí —afirmó besándome en la mejilla—. Si quieres terminar el recorrido, te acompaño.
—No—respondí, decidida a aprovechar su inesperada visita—, me parece que ya he hecho bastante ejercicio por hoy.
—Estupendo —declaró aliviada—. Entonces, vamos a tomar una copa. He quedado a las once con Angus, así que tenemos tiempo.
No recuerdo nada de lo que hablamos aquella tarde. Sé que nos miramos embelesadas un par de horas y que, durante el tiempo que permanecimos juntas, no dejé de sonreír y de sentirme en el séptimo cielo. Cuando nos separamos con un «No sé si podré resistirme y tendré que ir a verte esta noche», fui consciente de que me había enamorado perdidamente de ella.

miércoles, 9 de abril de 2008

El retorno de Güendy

Sin apenas tiempo para la especulación, Güendy protagonizó un par de episodios que dejaron bien claras sus intenciones: convertirse, una vez más, en miembro destacado de nuestra pequeña comunidad. La casualidad quiso que Lucía, una de mis múltiples conocidas de toda la vida, clienta asidua del Frida, fuera testiga de excepción de uno de esos episodios y le diera la publicidad necesaria para elevar a Güendy a la dudosa categoría de personaje indeseable de la temporada.
Silvia y Viky formaban una de las parejas más atractivas de la ciudad. Antes de jurarse amor eterno y compartir casa y recursos, ambas habían pasado por sendas relaciones con mujeres que las superaban con creces en edad y experiencia, de las que habían salido desengañadas, a la par que maltrechas. Lucía, secretamente enamorada de Silvia, aprovechó la ocasión para acercarse a ella. Le ofreció su amistad y la habitación de invitadas de su casa, así como un hombro en el que llorar y una oreja dispuesta a escuchar sus cuitas amorosas. Cuitas que disolvieron el amor de Lucía, pero dieron paso a una bonita amistad.
Viky, por su parte, había buscado consuelo en los brazos de Carmen, con quien mantuvo un corto e intenso idilio, antes de que Silvia se cruzara en su camino y ambas iniciaran una prometedora relación, para desesperación de la cohorte de admiradoras que esperaban una ocasión para conquistarla.
Cuando Güendy llegó a la ciudad no pudo por menos que fijarse en Viky, que trabajaba como camarera en el Batik-ano mientras su novia se dejaba las pestañas en los libros de medicina. Noche tras noche se apostaba en una esquina de la barra acechando a su presa. Noche tras noche, Silvia recogía a Viky, cuando acababa de estudiar, y Güendy debía conformarse con un casto beso de despedida y la promesa de un hasta mañana con la que Viky compensaba las horas de espera infructuosa.
Pero como todo llega en esta vida, a Güendy también le llegó su oportunidad. Silvia, empeñada en acabar la carrera, decidió recluirse en la casa familiar a preparar una asignatura que arrastraba desde primero.
Una llamada telefónica, dos días antes del comprometido examen, acabaron con sus posibilidades de aprobar la asignatura y con la promesa de amor eterno de Viky, que le exigió que saliera de su vida sin hacer preguntas y se llevara sus cosas de la casa que habían compartido.
Silvia abandonó la concentración y volvió a la ciudad resignada a su suerte. Temiéndose lo peor, le pidió a Lucía que la acompañara a recoger lo imprescindible hasta encontrar un lugar en el que instalarse con todos su enseres. Enseres que había adquirido a medias con Viky y que, llegado el momento, sería preciso repartir civilizadamente. La primera sorpresa se la llevó al encontrarse con la cerradura cambiada. La segunda, cuando Viky le abrió la puerta y, sin mediar palabra, le tiró al descansillo un par de bolsas de basura, en las que había metido su ropa y algunos objetos personales. Silvia, que era una chica de carácter templado, pretendió iniciar un diálogo, por aquello de aclarar qué pasaba con el resto de las cosas que habían adquirido juntas. Desde el fondo del pasillo un grito estentóreo respondió a su pregunta.
— ¡No la escuches! ¡Échala!
La voz en off de Güendy unida a un rotundo portazo puso fin a la escena y a la prometedora relación que habían iniciado un año antes.
Tal y como estaba previsto, Silvia se refugió en casa de Lucía donde, poco a poco y gracias a los solícitos cuidados de su anfitriona, se recuperó y se lió con Lola. Pero ésa es otra historia.
Ni que decir tiene que Silvia hizo públicos los términos de la ruptura. El ambiente en pleno se solidarizó con la despechada y aprovechó la ocasión para despellejar a las traidoras, sobre todo a Güendy, que contaba con una caterva de víctimas similar a las que produce un tsunami. Víctimas entre las que, he de admitirlo, me encontraba yo.
La segunda actuación de Güendy me tocó de refilón. Aislada de la vorágine nocturna, mantenía los contactos justos con el ambiente para no quedarme descolgada. Carmen y Violeta, con quienes solía cenar de vez en cuando, me mantenían al día de las novedades.
En una de las cenas que compartí con Carmen le pregunté, como quien no quiere la cosa, por Clara y por Angus.
—No sé nada de ellas —me contestó con un cierto deje de preocupación—. Hace muchísimo que no pasan por el bar y me extraña, ya sabes que son asiduas ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada en especial —respondí, intentando aparentar indiferencia—. Como hace tanto que no me hablas de ellas...
No tragó. Soltó los cubiertos, arqueó la ceja y dijo:
—La que nunca me hablas de ellas eres tú. ¿Hay algo que deba saber?
Me resistí unos momentos antes de claudicar.
—El otro día cenaron con Güendy y con Viky —la informé, sin citar mis fuentes.
—¡No me jodas! —exclamó indignada —Ahora me explico por qué no aparecen por el bar.
—¿Y eso? —pregunté sin entender la relación.
—Güendy y Viky no han vuelto al bar desde el día que celebraron el cumpleaños de Viky. ¿Te acuerdas que te comenté lo mucho que me extrañó que se dignaran a terminar la fiesta en el Frida y que tuve que pedirles que se marcharan, porque pretendían que me uniera a ellas? Bueno, pues, desde entonces, Viky anda comentando por ahí que le niego la entrada.
—Sí, sí, me acuerdo, pero sigo sin entender qué tiene que ver una cosa con la otra.
—¡Chica, Ana, a veces me da la impresión de que no te enteras de nada! Si Güendy y Viky han hecho pandilla con Clara y Angus y, ni unas ni otras pisan mi bar, es que se han hecho íntimas.
—Pero que se hayan hecho íntimas, no implica que Clara y Angus se enfaden contigo, ¿no? —objeté, creo, con bastante lógica.
—Eso ya lo veremos —sentenció—. Objetivamente no tiene ninguna importancia, todas somos muy libres de salir con quien nos apetezca, pero me jode que esas dos se alíen con Clara y con Angus, porque estoy segura de que va a traer cola. Y no lo digo por Güendy, sino por Viky, que me pone verde por ahí, la muy cretina.
—Y a ti, ¿qué más te da lo que diga?
—Mientras no me afecte, me da igual —afirmó—, todo el mundo sabe quien es y de qué pie cojea, pero no me apetece nada que me deje mal ante Clara y Angus.
No tuve que esperar mucho tiempo para comprobar que las sospechas de Carmen no iban desencaminadas. Por motivos que no vienen al caso, abandoné mi retiro en dos ocasiones. En ambas acabé la noche en el Batik-ano y, en ambas, coincidí con Clara y con Angus, que, de forma incomprensible para mí, se mostraron muy distantes. En una de las ocasiones, estaban con Güendy y Viky, a quienes también note un poco frías conmigo.
Me faltó tiempo para llamar a Carmen y contárselo. Una vez que te metes en la vorágine de los dimes y diretes, cualquier ocasión es buena para dar rienda suelta a la lengua.
—Iba a llamarte yo para decirte lo mismo. El sábado pasado me las encontré en el Batik-ano y, ¿puedes creer que desviaron la mirada? —me comentó, mosqueada—Lo que más me fastidia es que quedé como una estúpida, con la sonrisa en los labios mirando al vacío.
—¡Huy, pues sí, vas a tener razón —admití—, aquí pasa algo raro.
¡Hala, ya la teníamos armada! Güendy en acción, y las demás haciéndole la ola y convirtiéndola en el centro de nuestras conversaciones. Me maldije a mí misma por no haber sido capaz de sujetarme la lengua, pero el mal ya estaba hecho.
—Nada raro, Anita, nada raro, estando Viky por el medio, que no te extrañe nada —y añadió—. Desde luego, esa niña merece que le partan la cara.
—Si me permites que te corrija, a ambas, porque seguro que Güendy también tiene algo que ver.
Carmen siempre había defendido a Güendy contra viento y marea, so pretexto de que había sido muy feliz con ella y no quería estropear los buenos recuerdos que conservaba de aquella época. Nunca quise llevarle la contraria, a pesar de que Carmen omitía, sistemáticamente, el desastroso final de su relación.
—Prefiero pensar que es cosa de la otra —Carmen, en sus trece—. Güendy siempre ha sido muy discreta.
—Lo habrá sido contigo, guapa —puntualicé—, porque conmigo, desde luego, se cubrió de gloria. O, ¿no te acuerdas de que, pesar de que fue ella la que me dejó tirada sin previo aviso, se dedicó a contar barbaridades de mí a quien quisiera escucharla, incluida tú? Además, ¿qué pueden haberles contado para que, de repente, nos tachen de su agenda?
—Ni lo sé ni me importa —aseguró—, pero lo que más me jode en la postura de Clara y Angus. Al fin y al cabo, las conocieron por mí.
—Pues, perdóname que te diga que si se dejan influir por ese par de arpías, no son muy amigas tuyas.
No debería haber sido tan tajante. Sabía por experiencia que los manejos de Güendy eran capaces de socavar la más firme de las adhesiones, aunque, tarde o temprano, ella misma descubría su juego y las incautas, terminaban blasfemando en arameo y acudiendo a darse cabezazos contra el muro de las lamentaciones por haberse dejado arrastrar por semejante embaucadora. Múltiples episodios, que no vienen al caso, servirían para avalar mis palabras, pero no creo que merezca la pena perder el tiempo con ello.
El caso es que, tal y como había sospechado Carmen, Clara y Angus se hicieron íntimas de Güendy y Viky y se alejaron de ella y del Frida. Como el tiempo lo pone todo en su sitio, y, en un círculo tan cerrado como el nuestro, acabas enterándote de todo, las propias afectadas nos aclararon meses después, las causas de su inexplicable comportamiento. Pero, no adelantemos acontecimientos.

Después de pasarme varios trabajando a destajo para, entre otras cosas, paliar los efectos que mis descalabros sentimentales tenían sobre mi ánimo, decidí celebrar mi cuarenta cumpleaños regalándome un par de meses sabáticos. Dos preciosos meses de pura y dura hibernación que pensaba dedicar a recuperarme de todos mis excesos, lejos del teléfono, los aeropuertos, el ambiente y, por supuesto, de la búsqueda de mi media naranja, que no me había traído más que rompederos de cabeza.
Me tomé tan en serio esta decisión que hasta evité empezar el año con las doce uvas de rigor para evitar que el eterno deseo de enamorarme se me colara en el pensamiento y estropeara un año que intuía decisivo. Un mes antes de la fecha señalada me retiré a mis cuarteles. Aumenté el horario de trabajo a Loli, al objeto de no tener que preocuparme de las ingratas tareas del hogar y me dispuse a disfrutar del merecido descanso lejos de todo lo que pudiera comprometer mi decisión. Sin embargo, una vez más, tuve que rendirme a la evidencia de que los caminos del Señor son inescrutables, las casualidades no existen y los seres humanos, algunos, como yo, más que otros, somos juguetes en manos del destino.
Durante primeros quince días me mantuve fiel a mi plan. Loli, casi perfecta en su papel de factótum, me llevaba el desayuno y el periódico a la cama, en la que remoloneaba hasta el medio día. Matizo el casi. No hubo un sólo día en el que pudiera saborear al cien por cien el inmenso placer de desayunar en la cama leyendo la prensa. Ella se sentaba frente a mí, cajetilla en mano, dispuesta a amenizar mi despertar con el relato pormenorizado de sus vicisitudes sentimentales. Cuando no tocaban las faenas de su ex marido, que no la dejaba ni a sol ni a sombra, a pesar de haberse ido ella de casa, harta ya de estar harta, tocaban las de los muchos pretendientes que la asediaban. El caso era que no había día en el que mi Loli me dejara desayunar tranquila. Hubiera deseado que, ya que me hacía la gracia, me permitiera disfrutar el momento, pero como no tuve valor para desengañarla no me quedó por más que resignarme.
Eso sí, en cuanto terminaba el desayuno, Loli continuaba con las tareas de mi hogar y yo permanecía en la cama, agotada, hasta que se iba. Un baño, seguido por una sesión de relajación, completaban la mañana que, entre unas cosas y otras, se me ponía en las tres de la tarde. A veces venían Raquel y Sara a tomar el café y jugar una partidita antes de acudir a su trabajo, otras era Violeta la que se encargaba de que no estuviera sola tanto tiempo. El resto de la tarde lo dedicaba a leer, navegar, hablar por teléfono, o las tres cosas a la vez según estuviera de humor. Dos veces a la semana recibía clases de golf, destinadas a mejorar mi swing, pulir el approach y dominar la difícil técnica del pateo. En las noches alternaba el chat con el cine, acompañada por Violeta, o mis chicas, y alguna que otra cena casera. Los jueves, como siempre. Ni un sólo día me dejé caer por el Frida ni salí a cenar con Violeta, Antón y compañía. Pero, una de aquellas tardes perfectas me llamó Carmen.
—Tengo que decirte, Anita querida, que eres una indeseable —me espetó a modo de saludo—. Una cosa es que te retires y otra que me abandones de esta forma, ¡coño!, que llevo casi un mes sin verte el pelo, jodida.
—Yo también pensé que habías perdido mi número —le respondí con cierto retintín—. Porque si no te llamo yo...
—No empecemos, que aquí la teléfono adicta eres tú y la que has decidido aislarte, también eres tú —contestó con la misma indignación, o más —. No seré yo quien ose interrumpir tu estricto retiro.
—Entonces, ¿a qué debo el honor de esta llamada? —pregunté con más retintín.
—Si la montaña no va a Mahoma...
—De acuerdo, tienes razón —concedí—, me he despistado un poco. Pero podría habérsete ocurrido pasar por aquí, si no te apetece llamar, sabiendo como sabes que me paso el día en casa.
—La verdad es que he tenido un poco de lío —admitió en un tono más pausado—. Patricia se ha cambiado de casa, hemos tenido que pintarla, hacer el traslado, en fin, ya sabes. Y con lo nerviosa que se pone ella, por poco nos divorciamos.
Sonreí al imaginar a Patricia en semejante trance, instalada en sus tacones de ocho centímetros, con mono de trabajo y pañuelo, ad hoc, protegiendo su impecable melena rubio platino. Aproveché el lance para lanzar una puñaladuca trapera a mi amiga, eso sí, sin ánimo de zaherir.
—Querrás decir que has tenido que pintar y has tenido que hacer el traslado, porque no me imagino a esa novia tuya arriesgándose a romperse una uña.
—¡Ya te vale, Anita! —respondió riéndose— De todas formas, no te llamo para quejarme de mis trabajos forzados, sino para contarte una jugosa novedad.
—Cuéntamelo todo, sin omitir detalle —pedí ligeramente ansiosa, imaginando por dónde me iban a caer los tiros.
—Intrigada, ¿eh?
—Bueno...
—Ayer, que por cierto tuve una jornada desastrosa en el bar, aparecieron Clara y Angus. Ya habían estado un día, la semana pasada, intentando darme palique, pero no les entré al trapo. Me di cuenta de que tenían mucho interés en darme explicaciones de su actitud y pasé de todo, porque, de verdad, no me interesa lo más mínimo.
Clara y Angus otra vez en el candelero, intentando disculparse con Carmen...
—Pero ayer —continuó—, que no había casi nadie en el bar, no me quedó más remedio que escucharlas. ¿Adivinas?
Sí. Adiviné que nuestra Güendy había vuelto a hacer de las suyas y que las chicas, como tantas antecesoras en su misma situación, volvían al redil arrepentidas. Pero, a pesar de que siempre he presumido de una imaginación prodigiosa, el relato de Carmen superó con creces mis sospechas.
—¿Recuerdas aquel día que viniste a buscarme para ir a cenar y te tomaste una copa con ellas mientras llegaba la camarera?
Habían pasado casi tres meses, pero la imagen volvió nítida a mi cabeza. Clara, Angus y Güendy, estaban sentadas en una mesa a la entrada del bar y no pude evitarlas. Lo primero que me llamó la atención fue la expresión de sus rostros, tensos y ojerosos; lo segundo, la cantidad de alcohol que consumieron en los escasos veinte minutos que compartimos. Lógicamente comentamos su extraña presencia, después los injustificados desplantes que le dieran a Carmen tiempo atrás.
—Debe ser algo gordo —había comentado, entonces, Carmen— porque, el jueves, tuvieron una bronca morrocotuda en el Batik- ano y Viky se pasó toda la noche consolando a Clara.
—¿Y Angus?
—Se marchó sola.
—¿Y Güendy?
—A ésa no le vi el pelo. No sé por qué me da que la cosa anda entre Viky y Clara.
Sus suposiciones, según le contaron a dúo, fueron ciertas. Viky, harta de aguantar los dramas de Güendy, que pasaba por una de sus temporadas de fatalismo, y atraída por los múltiples encantos de Clara, se había enamorado de ella y, aquella misma noche, le había propuesto que abandonara a Angus. Ésta, sorprendida, le había respondido que, de momento, su matrimonio con Angus era indisoluble, entre otras cosas porque el bufete que habían montado juntas le impedía deshacer la sociedad.
La respuesta de Viky merece pasar a los anales de la historia.
—Estoy dispuesta a esperar por ti y por tu bemeuve hasta los cincuenta, si hace falta.
Clara, incapaz de rechazar cierto tipo de proposiciones, aceptó el amor de Viky, por ella y por su bemeuve, y vivieron un tórrido romance que terminó en el mismo momento en el que Angus tomó cartas en el asunto y puso a Clara en la conocida tesitura de o ella, o yo. Cuando Güendy, ajena a los tejemanejes de su novia, regresó de uno de sus viajes y encontró vacío su nido de amor —Viky, aprovechando su ausencia y las promesas de amor de Clara, había abandonado el hogar llevándose todas sus cosas—, recurrió a Clara y a Angus. Momento que Carmen y yo presenciamos la noche de autos.
—Me fascina la frase. Si algún día escribo una novela, no me va a quedar más remedio que utilizarla.
—Sinceramente —aseguró Carmen—, no me esperaba menos de Viky.
—Y, ¿cómo acabó la historia? —quise saber, verdaderamente intrigada.
—¿Cómo va a acabar, chica? Como un culebrón. La noche que las vimos en el Frida, Güendy acababa de encontrarse con todo el pastel. Cuando entró en casa y vio que Viky se lo había llevado todo, llamó a las chicas hecha un mar de lágrimas, para preguntarles si sabían lo que había pasado. Angus no tuvo el menor inconveniente en relatarle la película completa de los hechos. Güendy se lo tomó a la tremenda y amenazó con hacer un disparate, a pesar de que Angus le aseguró que no tenía nada que temer, que ya se había encargado ella de poner las cosas en su sitio y que estaba segura de que Viky volvería a su lado arrepentida.
—Me encanta que Viky se haya tropezado con alguien como Angus —afirmé divertida—, que la ponga en su sitio.
—Calla, calla, que la cosa no quedó ahí —continuó Carmen—. Tan desesperada la vieron que Clara le ofreció que se instalara en su casa, mientras las aguas volvían a su cauce. Y... —añadió, como si estuviera contándome el argumento de una novela de suspense—, esa misma noche, sedujo a Clara.
—¡Anda, Carmen, te lo estás inventando! —dije, aunque cualquier cosa que me contara de Güendy no me extrañaba en absoluto.
—Ni una palabra —me aseguró, seria.
—Pensándolo bien y conociendo como conozco a Güendy, me imagino que quiso vengarse de Viky arrebatándole a su amor y, de paso, liarse con Clara, que tiene una posición económica más acorde con sus aspiraciones. Me parece todo como de...
—Culebrón —me interrumpió—, culebrón argentino. ¿A que era eso lo que ibas a decir?
—¡Me lo has quitado de la boca! Pero, Clara y Angus siguen juntas, ¿no?
—Por supuesto —afirmó rotunda—. Buena es Angus. No le quedó más remedio que consentir una temporada, pero, en cuanto pudo, tomó las riendas del asunto, sacó a Güendy de casa de Clara y, aquí paz y después gloria.
—O sea —concluí—, que han acabado como el rosario de la aurora.
—Y me alegro —aseguró Carmen—, porque, sinceramente, lo de Viky no tiene pase. Además, ya sabes que a Clara y a Angus les tengo mucho cariño y me dolió mucho que se distanciaran de mí por culpa de ese bicho.
—¿Te refieres a Güendy, ¿no?
—Sí, Ana, me refiero a Güendy —aceptó, por primera vez.
—Si es que, siempre pasa lo mismo con ella, Carmen. Menos mal que, por una cosa u otra, se le ve el plumero y ella misma se descubre. Lo peor es que mientras tanto, consigue llevarse a todo el mundo a su terreno, que es algo que no me explico.
—Pues si hay alguien que debería entenderlo eres tú, que estuviste enamorada de ella hasta las trancas —la puñalada de Carmen impactó, directamente, en mi hígado.
—No me lo recuerdes. De todas formas, en aquella época, yo era joven, inexperta y con una necesidad tremenda de enamorarme —y añadí, para evitarme su coletilla—, como siempre.
Un par de días después de esta conversación decidí pasar por el Frida, después de cenar en casa con Violeta. Me lo encontré de bote en bote. Si hubiera tenido que pasar lista no hubiera podido poner ni una falta. Antón, Belén Lucía, Lola…, en fin, la crême de la crême del ambiente local.
Charlé con unas y con otros, respondí a las obligadas preguntas sobre mi ausencia y, cuando me disponía a acabar mi copa y retirarme, aparecieron Clara y Angus.
Con una sonrisa de oreja a oreja se dirigieron directamente a mí.
—¡Ana, qué sorpresa! —dijo Clara, dándome un beso.
—¿Se puede saber dónde te metes, que no se te ve el pelo?—continúo Angus.
Expliqué en dos palabras mi situación.
—¡Joder, qué suerte! —exclamó Angus— Ya quisiera yo poder permitirme ese lujo.
—Cuando cumplas los cuarenta, a lo mejor puedes regalarte un poco de tiempo—respondí.
—Y, ¿no te aburres, todo el día en casa, sin hacer nada? —preguntó Clara.
—¿Aburrirme? Ni lo más mínimo—le aseguré—, más bien al contrario. Sólo con leer todo lo que tengo atrasado podría ocupar un año entero.
Para que la noche fuera completa, apareció Bárbara, mi ex, sin Cari, la mujer por la que me había abandonado. Por alguna razón que nunca llegué a descubrir, Bárbara, se atacaba cada vez que nos encontramos y si podía evitar saludarme, lo evitaba. En aquella ocasión no le quedó más remedio que darme un par de besos y cruzar las típicas frases de compromiso, antes de perderse en el fondo del bar, lo más lejos posible de mi campo de visión.

El encuentro dio paso a una interesante conversación el tan traído y llevado tema, amistad sí, amistad, no, tras la ruptura. De ahí, sin que sea capaz de recordar cómo, salió el tema de Viky y Güendy. Clara, que estaba bastante animada, gracias a la velocidad con la que se bebía las copas, me contó, con pelos y señales todo lo que ya sabía por Carmen. Para no descubrir a mi amiga mostré la sorpresa que correspondía, lo cual me permitió enterarme de algunos detalles que Carmen, no sé si por prudencia o por desconocimiento, no me había comentado. Angus asistió a la declaración completa sin pronunciar palabra.
Cuando llegamos al momento de la famosa frase, que Clara repitió textual, no pude reprimir una carcajada y preguntar:
—¿Puedo utilizar la frase en mi próxima novela?
—Por mí —dijo Angus—, como si utilizas la historia completa.
—Es que la encuentro absolutamente fascinante, la frase y la historia.
—Más fascinante es lo que pretendía.
—¿...?
—Que echara a Angus del bufete y la metiera a ella.
—Pero si no ha estudiado Derecho...—observé, cada vez más sorprendida.
—Pero ha hecho un cursillo de Office—aclaró Angus con el tono más ácido que pudo conseguir.
Nueva carcajada. Podía intuir que Viky, que desde que la había conocido me había parecido una auténtica trepa, pretendiera sacar tajada de cualquiera de sus relaciones, pero aquella pretensión me pareció excesiva.
—No doy crédito a lo que me estáis contando —admití.
—Y no sabes lo mejor —afirmó Clara aumentando el suspense—. ¿Te acuerdas de aquella noche que nos encontraste aquí?
Otra vez la famosa noche. Asentí. Clara continuó su relato.
—Me dio muchísima pena y me sentía muy culpable por haberle provocado aquella situación —confesó— que no se me ocurrió otra cosa que llevármela a casa y atenderla. Al fin y al cabo éramos amigas y yo había traicionado su confianza, acostándome con su novia.
Aquella misma noche acompañaron a Güendy a su casa a recoger lo imprescindible.
—Lo que más me jode —dijo Angus— es que fui yo la que la ayudó a hacer la maleta.
Tuve que morderme los labios para no hacer un comentario intempestivo que hubiera puesto a Carmen en evidencia.
—¿Por?
—Porque esa misma noche —respondió Angus con rabia contenida —, se acostó con Clara.
Miré a Clara procurando cargar las tintas en una expresión de asombro que tenía mucho de auténtica. Ella, con un gesto cargado de picardía, admitió:
—La carne es débil. ¿Qué otra cosa podía hacer, si se metió en mi cama?
—Y pretendió colarse en tu vida —añadió Angus.
Volví a interrogar a Clara con la mirada
—Es que esto es muy fuerte, Ana.
—¿Más? —pregunté realmente sorprendida.
Clara miró a Angus, Angus asintió con la cabeza y Clara continuó con la exposición sistemática de los hechos.
—Al día siguiente se presentó en el bufete para decirle a Angus que ella y yo estábamos enamoradas y que, a partir de aquel momento ella era mi pareja, pero que si Angus quería, podía hacer lo mismo con Viky. Al parecer, tenían un plan.
—¿Un plan? —pregunté, ya sin dar crédito a lo que oía.
—Un plan, Ana, un plan —respondió Clara—. Nada de lo que pasó fue casual. Güendy lo tenía todo planeado.
Viky debía seducir a Angus, mientras Güendy se liaba con Clara y así componer un cuarteto perfecto. De paso, las dos podrían beneficiarse de la holgada posición económica de Clara que, aparte del famoso bemeuve descapotable, asientos de cuero blanco, y un cuatro por cuatro, incluía un duplex en el centro de la ciudad y una tarjeta de crédito que su propietaria manejaba con soltura. Pero Viky no se conformó con lo que ella consideraba la peor opción. Aprovechó la ausencia de su novia, se adelantó a los planes previstos y conquistó a Clara en una maniobra digna de Hari, Mata Hari.
Sólo una mente como la de Güendy podía maquinar un plan de aquel calibre. Su interpretación aquella famosa noche, tantas veces mencionada, sólo tuvo un objetivo, castigar la osadía de Viky y dar una vuelta de tuerca más a sus planes. Al instalarse en casa de Clara y seducirla, mataba dos pájaros de un tiro: se hacía con el control de la situación y se aseguraba el cobro de la pieza más codiciada. Para completar el círculo, sólo quedaba convencer a Angus, pero ésta no entró al trapo y poco tiempo después, las aguas volvieron, aparentemente, a su cauce.