sábado, 29 de marzo de 2008

Intermezzo I

El asuntillo con Belén me abocó, para variar, a un nuevo retiro espiritual. Podría haber elegido la casa que mis padres tienen en la costa, pero me instalé en la de Marta y Pelayo, dos de mis amigos de la infancia, segura de que la oreja de Marta y los sarcasmos de Pelayo, me ayudarían a pasar página definitivamente.
Tranquilidad, sosiego, orden, disciplina, largas caminatas con Marta a la orilla del mar, veladas eternas frente a la chimenea, varios cartones de tabaco, alguna que otra botella de güisqui y muchas horas de sueño, sosegaron mi ánimo y permitieron llegar a las siguientes conclusiones:
a) Se imponía un periodo de descanso, lejos del bullicio nocturno, a fin de recuperarme mental y físicamente de los últimos excesos.
b) La proximidad de mi cuarenta cumpleaños, exigía una preparación concienzuda, a fin de afrontar el trance en las mejores condiciones posibles.
c) Si mis relaciones amorosas estaban cortadas por el mismo patrón, no podía responsabilizar a nadie, más que a mí, de tanto disparate.
d) El celibato era el mejor estado posible en mis circunstancias —siempre decido lo mismo y siempre vuelvo a caer, dado mi natural enamoradizo. Y que,
e) Iban a tardar en verme el pelo por los bares de ambiente por aquello de aleja la tentación y alejarás el peligro.
Satisfecha y convencida de haber tomado las decisiones adecuadas, me dispuse a dar un giro radical a mi vida.
Convencí a Marina, una nueva adquisición, procedente del ámbito laboral, muy apañada y graciosa que, para más señas, era hetero y no sabe nada de mi vida, ni falta que le hacía, para que hiciera conmigo a un cursillo de iniciación al golf. No me apunté al gimnasio, porque no me dio la gana. Cambié el móvil por uno con tecnología punta. Hice un par obras en casa, que llevaba postergando demasiado tiempo. Sustituí la melena cuadrada por otra más moderna y favorecedora. Contacté con una masajista alternativa. Empecé a practicar, a diario, técnicas de meditación orientales y occidentales. Me deshice del PC y me compré portátil de última generación. Renové el vestuario, con la ayuda imprescindible de Váyolet. Y, para que no me faltara de nada, me aboné a Canal Plus.
Por último, sopesé cuidadosamente la posibilidad de meter muchacha o ponerme a servir. Opté por lo primero y amplié los servicios de Loli de dos a cinco días por semana, a fin de liberarme por completo del enojoso papel de ama de casa, que siempre he detestado profundamente.
Dice Antón que él nunca le desea mal a nadie porque se vuelve contra ti como un boomerang. Loli elevó la teoría de Antón a categoría de axioma, aunque no he de quejarme por ello. Perteneciente al tipo locución continua y espoleada por la confianza que deposité en ella, irrumpió en mi vida con la fuerza de un cataclismo, haciéndome partícipe de su intensa problemática personal y sentimental. A cambio me entregó su inagotable energía en forma de solícita atención, convirtiéndose en una auténtica factótum: doncella, cocinera, secretaria, consejera sentimental y madre. ¿Lo del boomerang? Muy sencillo. Durante toda mi vida he martirizado a mis amistades, relatándoles con pelos y señales mi vía crucis sentimental. La vida me lo devolvió con varios nombre propios entre los que cabe destacar uno: Loli.
Con todo este montaje, me dispuse a hacer frente a la década que se me venía encima, en soledad, pero con la intendencia en perfecto estado de revista.
Algunas de mis amistades apoyaron y aplaudieron mi decisión. Otras me echaron en cara mi egoísmo. Entre las primeras, Sara y Raquel —a las que había tenido bastante abandonadas con tanto ajetreo— y Violeta, por las mismas razones. Entre las segundas, Carmen.
—Chica, Mari —me dijo cuando le comuniqué mis intenciones—, con el juego que me das en el bar... Además, ¿con quién voy a cenar los sábados?
—No dramatices, Carmen. Que deje de vivir en tu bar, no significa que no nos veamos en la calle. Podemos seguir cenando como siempre y, para variar, puedes venir a verme a casa, que parece que viva en Pernambuco, guapa.
—¡Joder, cómo te pones! ¿Necesitas ser tan tajante?
—Lo necesito. Ya sabes que cuando zanjo una historia, el periodo de reflexión no me lo quita ni mi madre. Y esta vez es más grave, Carmen, que voy a cumplir cuarenta y mira que panorama tengo.
—Lo de Belén, si lo dices por eso, se veía venir.
—Más a mi favor. ¿Tú crees que es plan que sigan pasándome estas cosas, a mi edad?
—No, la verdad es que...
—¡Deja, deja! No hurgues más en la herida—la corté en previsión de un previsible y cicatero ya te lo decía yo—. El tema de Belén está muerto y enterrado. Primero voy a recuperarme de batacazo, luego, ya veremos.
—Bueno, pues nada, tendré que resignarme. Por cierto, y perdona que cambie de tema, ¿a que no adivinas quién apareció ayer por el bar?
Antes de darme tiempo a contestarle anunció triunfal:
—Güendy.
—¿Nuestra Güendy?
—La misma que viste y calza.
—¿Y? —pregunté expectante.
—Nada, nada, a mí ni me miró... Venía con un grupo de gente, totalmente desconocida, se sentaron en la entrada y mandó a uno a por las copas. Por supuesto, ella, ni se acercó a la barra.
¡Santo Cristo de la Agonía!, que diría mi abuela. ¿Qué coño se le habría perdido a Güendy por el Frida?

jueves, 27 de marzo de 2008

Rápida y mortal (y II)

No fui a tomar la copa. Lo que menos me apetecía, después de haber rememorado mi divorcio, era seguirle el juego a Belén. Sin embargo, sus coqueteos, insinuaciones y jueguecitos al por mayor, no me dejaron indiferente. ¿Realmente había coqueteando conmigo?¿Me estaría jugando una mala pasada la imaginación? ¿Me habría sentado mal el vino de la cena? Para salir de dudas llamé a Antón nada más despertarme.
—¡Pasa de ella en quinta! —me advirtió mi amigo—. No le hagas ni caso. Parece mentira que no la conozcas, ¡pero si coquetea hasta con las piedras, Ana, por Dios!
—No, si ya lo sé, pero me pareció tan descarado, tan evidente…
—Ella es así —sentenció—. No le des más vueltas.
—Además, no entiende, ¿no?
—Bueno, eso de entender o no entender, ya lo sabes tú, es muy relativo. Yo creo que si se le pone a tiro, entra. Pero, te lo advierto, tú no le entres al trapo, que te conozco, guapina, y caes con todo el equipo.
—No pienso —le aseguré, convencida—. Era lo que me faltaba, una divorciada con dos hijos. El colmo de los colmos.
Pero, como una es tan sensible a las atenciones ajenas edité, yo solita, sin que nadie me lo mandara, un nuevo hito de colmos históricos que añadir a los muchos que orlaban mi azarosa vida sentimental y: comí en su casa, le eché las cartas, me regaló el libro, hablamos de lo divino y lo humano, fuimos a cenar a Gijón —No me apetece encontrarme con nadie, Ana, hoy te quiero para mí sola—, tomamos tropecientas copas, puso en riesgo mi vida conduciendo ciega como una pioja por la autopista—yo también, ciega, como una pioja— y nos hicimos inseparables.
Siendo como soy, de moral más bien frágil y quebradiza, en lo que a los amoríos se refiere, fui enamorándome poquito a poco, a la vez que mantenía una encarnizada lucha con el poquito de razón que me quedaba.
Se nos pasó lo que quedaba del año entre libros, excursiones, aperitivos, comidas, meriendas, cenas —regadas con abundantes riojas, riberas o albariños, dependiendo del menú— y litros de gin-tonic, arrastrándonos por los locales de media provincia, hasta altísimas horas de la madrugada, de borrachera en borrachera, de calentón en calentón.
A mediados de verano el completo de mis amistades estaba a la orden del día de mis andanzas con Belén. No faltaron avisos, consejos, recomendaciones, incluso alguna que otra amenaza (todo, todo, por mi bien). Una de las más tajantes fue Violeta. La noche en la que salimos a cenar, para celebrar que se iba a dar una vueltecita por la zona de Madagascar, salimos a cenar. La velada fue monotemática.
—Me parece que te estás metiendo en un berenjenal, Anita querida, y no me queda más remedio que advertírtelo —me dijo, muy seria, en cuanto nos sentamos a la mesa.
—No es que me esté metiendo —puntualicé—, es que ya me he metido.
—Pero bueno, tía, recapacita, joder. ¿Dónde pretendes llegar con esta historia?
—Si te digo la verdad, no me lo he planteado. Me estoy dejando llevar.
—¿Dejándote llevar? Vamos, Ana, ¡no me jodas! —indignada—¿Hasta dónde, hasta que te pase lo de siempre? Mira, no quiero ser agorera, que ya sabes que yo siempre soy muy negativa para todo, pero, en este caso, me parece que todo lo que pueda decirte es poco.
—Le gusto, lo sé.
—¿Y qué? No es eso de lo que yo te estoy hablando. Lo que te digo es que ya te veo enamorada hasta las trancas, sin solución de continuidad. Y no sería la primera vez.
—Ya veremos —yo, en mis trece.
—Chica, Márgarez, me desesperas —durante los primeros años de nuestra amistad, allá, por os albores de nuestra existencia, Violeta y yo nos adjudicamos mutuamente un nombre de guerra que solíamos utilizar en las más variopintas ocasiones, casi siempre intentando darle un toque de frivolidad a conversaciones o situaciones demasiado intensas. El mío era Márgarez , el suyo, Váyolet—. No vas a ver nada, porque no tienes ningún futuro con ella y lo sabes.
—Cómo eres —protesté, aunque en mi fuero interno me veía obligada a admitir que tenía más razón que una santa.
—Ya me lo contarás. Belén nunca va a darte lo que quieres por la sencilla razón de que jamás ha sido capaz de dárselo a sí misma.
Hay veces que tengo la impresión de que no vivo en este mundo o de que los demás ven cosas que a mí se me escapan. Y es que, cuando me enamoro soy como la de aquella canción que decía: Cuando me enamoro doy toda mi vida a quien se enamora de mí. Con el agravante de que, aunque no se cumpla la segunda parte de la coplilla, a mí me da lo mismo y entrego la vida, la bolsa y lo que haga falta. O lo que es lo mismo: ciego, de amor.
Con Belén, como con otras, cegué. O me dejé colocar la venda sobre los ojos, que para el caso, arroz.
Y en esto, como en un suspiro, llegaron las navidades. Adoro la Navidad. Sé que la mayoría no comparte mi gusto por estas fechas, pero yo soy así, bastante tradicional para ésta y otras cuestiones. Me encanta reencontrarme con las amistades, cenar cada día con alguien diferente, y, sobre manera, disfruto como una niña pequeña con las compras de Reyes.
El día de los inocentes cené con Nacho, uno de mis más antiguos y queridos amigos, bailarín de profesión, que se vio en la penosa obligación de exiliarse en Amsterdan desde que se cansó de hacer de chico de conjunto en una compañía de la capital y probó, con éxito, fortuna allende nuestras fronteras. Cada vez que viene salimos a cenar, y, cómo no, todo el tiempo es poco para ponernos al día de nuestras respectivas vidas. Entre bocado y bocado, le conté mi historia con Belén, con pelos y señales, sin omitir detalle. Le encantó saberme enamorada, aunque torció el gesto cuando se enteró de cómo llevábamos el tema sexual.
Después de una inmensa y bien aprovechada sobremesa, nos fuimos al Frida, que en esa época del año era más salita de casa que en ninguna otra. Tomamos un par de copas, quitándonos la palabra de la boca, y sonó el teléfono.
—Era Belén —me informó Carmen—. Quería saber si estabas aquí. Me ha dicho que no te muevas, que viene a buscarte.
—¿A las tres de la mañana? —pregunté asombrada.
—No te pongas nerviosa, nena. Y a ver si aprovechas la ocasión. Si viene a buscarte a estas horas es porque algo quiere.
No habían pasado diez minutos cuando Belén hizo una de sus apariciones estelares. Abrigo de visón hasta los pies, melena al viento, minifalda de escándalo, escote de vértigo, tacones de ocho centímetros, sonrisa profidén.
—Si no llegas a estar, creo que me da un soponcio, Anita —dijo, al tiempo que se colgaba de mi cuello y me estampaba un beso en su sitio favorito, la comisura de mis labios—. Fíjate como es este sinsustancia de amigo que tenemos —por Antón—, que ahora se ha empeñado en que la coca le sienta fatal y me ha dejado tirada con este colocón.
—¿Os conocéis? —pregunté mirando a Nacho, con la intención de presentárselo y, de paso, por frenarla un poquito.
—No, pero como si te conociera de toda la vida, Ana me ha hablado muchísimo de ti.
Acto seguido se abrazó a mí.
—¿Que te has hecho hoy, que estás guapísima? ¿A qué sí, Nacho?
Lo dejó con la palabra en la boca porque, en el momento en que Nacho iba a responderle, entró una vendedora de rosas, le compró una, se la colocó entre los labios y la puso entre los míos.
Las caras de Carmen, detrás de la barra, no tenían desperdicio. Me interrogó con la mirada y yo le devolví un gesto tipo que le voy a hacer si las arrebato.
—Perdonadme, voy a empolvarme la nariz —dijo con un guiño de complicidad.
—¿Pero qué es esto?—preguntó Carmen, al otro lado de la barra— No me digas que Belén y tú... Ya me habían comentado que os habían visto en el Cristian-dos bailando muy acarameladas...
—Tonterías, Carmen, la gente que ve demasiado y, sobre todo, habla demasiado.
—Ya te vale, guapa, ¿no pensabas contarme nada?
—Es que, no hay nada qué contar. Exclusivamente lo que ves —mentí—. Parece mentira que no sepas cómo es, que coquetea consigo misma a través del espejo.
—Una bomba, reina, eso es lo que es—aseguró Nacho—. No sé porque me da que va a volverte loca, en todos los sentidos.
Premonitorias palabras, las de mi amigo. Efectivamente, me volvió. Sin el menor escrúpulo me obligó a despedirme de Nacho, me sacó del Frida y, sin pedirme opinión, se lanzó a la carretera. Ni rechisté.
—Quiero enseñarte un sitio —dijo, ya en plena autopista—. Un círculo mágico que he encontrado en una guía de lugares sagrados de los celtas. Quiero amanecer allí contigo.
Amanecer con ella en un círculo mágico celta o en Pénjamo, formaba parte de mis esperanzas y mis sueños, no tan secretos. Me dejé llevar, con la música de Los Panchos como fondo, hasta el lugar elegido, presa de una emoción sin límites y con un ejército de abejas zumbándome en el estómago.
Una hora después aparcó en el arcén de una carretera, mucho más que, secundaria y me advirtió de que no nos moveríamos de allí hasta que empezara a amanecer. Ella, raya va, raya viene, yo, apurando el gin-tonic que me había llevado del Frida y fumando como un carretero sin conseguir templar los nervios. Con las primeras luces del alba nos adentramos en un bosque de robles centenarios, dispuestos misteriosamente en círculos de ocho.
—Concéntrate, escúchalos y elige uno. Abrázate a él y deja que te hable —me dijo antes de abandonarme en medio de la niebla.
Seguí sus indicaciones al pie de la letra. Escogí, no sé por qué, uno de ellos y me abracé a él. En ese momento volvió a mi cabeza un sueño que ya no recordaba, en el que paseaba cogida de su mano, por un lugar muy parecido al que nos encontrábamos. Lo que son las cosas de la magia, o de la mente, el sueño se cumplió, tal cual.
En el extremo del bosque había una pequeña ermita, derruida, donde me llevó cuando terminamos el ritual con el árbol.
—¿A que merecía la pena venir? —preguntó, mientras me abrazaba por la espalda, envolviéndome en el visón, enterrando su cara en mi cuello.
No pude responder. La emoción me secó la garganta y paralizó mi capacidad de respuesta, dejándome a su merced.
—Vamos a desayunar, estoy helada —aseguró, unos momentos después, no sé si decepcionada por mi falta de iniciativa o porque la inquietud, que siempre la embarga, no le permite permanecer más de diez minutos seguidos en el mismo sitio.
Tal y como ocurriera en mi sueño, caminamos cogidas de la mano, entre los árboles, envueltas en una densa capa de niebla. Interpreté la coincidencia como una señal de buen augurio.
Hay veces que me equivoco tanto, tanto, que no puedo por menos que dudar de mis capacidades adivinatorias. Una de esas veces fue ésta.
Después de desayunar en un bar de carretera, acabamos, a las doce del medio día, en un hotel rural, a más de cien quilómetros del Frida. Nos tumbamos sobre la cama, compartiendo el calor de su abrigo de visón, sin atrevernos a aproximarnos la una a la otra, agotadas por la falta de sueño, el exceso de alcohol y el viaje. Por supuesto, no pasó nada de lo que tenía que haber pasado. Ni ésa, ni las innumerables noches que compartimos a lo largo de aquella agitada temporada.
Los enamoramientos platónicos tienen su gracia, hasta que dejan de tenerla. Después del infructuoso periplo navideño caí en la cuenta de que Violeta tenía razón, entre Belén y yo nunca podría haber nada, sexual. No porque ella fuera incapaz de asumir una relación de este tipo, sino porque la veía incapaz de asumir ninguna.
Al principio no me importó demasiado, me divertía mucho con ella y me daba una caña de tal calibre que me permitía afrontar el trabajo con el ánimo suficiente como para no desesperar. Dada como soy a disculpar y justificar los actos ajenos, que no los propios, encontraba muy natural que a Belén le costara dar semejante paso y así se lo hice saber a Violeta cuando, muy en su estilo, pretendió, de una vez por todas, abrirme los ojos.
—A Belén no le van las tías, Ana, desengáñate.
—Pero si es ella la que me llama constantemente y la que me mete mano a la menor oportunidad —protesté, ante la avalancha de advertencias que, con seguridad, se me venía encima—. Ya sabes que yo para eso soy muy respetuosa.
—Eso no quiere decir nada, una cosa es jugar, que a todo el mundo nos chala, y otra, muy distinta, enamorarte y estar dispuesta a dar el campanazo. Voy a serte sincera, yo creo que te está tomando el pelo.
—Tú es que eres muy negativa, Váyolet.
—Pero, Ana, ¡por Dios! Si llevas un año contemplándola y no has conseguido llevártela a la cama.
—¿Tiene tanta importancia? No veo por qué hay que reducirlo todo al follar o no follar.
—Tú me dirás... Y si no explícame por qué me has llamado hoy, hecha unos zorros. Voy a decírtelo claramente, que eres mi amiga y estoy harta de que cualquiera, un poco más espabilada que tú, te traiga al retortero para, encima, ponerte verde por ahí. Belén nunca, óyeme, nunca va a tener contigo la relación que tú quieres tener.
—Nunca te he dicho que pretendiera casarme con ella —protesté.
—Ni falta que me hace, como si no te conociera. Desde que te separaste de Bárbara has buscado a alguien con quien compartir tu vida, que me parece muy loable, pero, esta vez, has errado el tiro.
—Es que estoy enamorada —me vi en la obligación de admitir.
—Pues desenamórate —me exigió, rotunda—. Y cuanto antes, mejor, porque como sigas por este camino, te van a dar los cincuenta y ni siquiera habrás conseguido echar un polvo. Si fueras capaz de tomártelo a la ligera, no te diría nada, pero como no es así, me veo en la obligación de abrirte los ojos, Anita querida. Lo mejor que puedes hacer es olvidarla.
Ante la contundencia de las recomendaciones de Violeta, abrí ronda de consultas, empezando por Carmen.
—Chica, Ana, te vi tan entusiasmada, que me dio no sé qué decirte lo que todo el mundo ha visto.
Lo dicho, parece que viva en el limbo. Y es que, en este mundo, como te retires una temporada, te pierdes la mitad de los capítulos y luego, pasa lo que pasa.
—A ver, cuéntame —pedí resignada, poniéndome en lo peor.
—Lo que está haciendo contigo, lo hizo antes con Lola. Y que conste que si te lo digo es porque todo el mundo las ha visto, lo mismo que os ven a vosotras ahora.
—Ya, pero Antón me dijo, que le había dicho Pilar, que Lola comentaba, que Belén era una fiera en la cama.
—Una estrategia para meterle morbos a Pilar —aseguró Carmen.
—No te sigo. Pilar y Lola hace años que lo dejaron. Y Lola lleva no sé cuánto viviendo con Montse y liada con Silvia...
—Pero Lola—me interrumpió—, sigue considerándola algo suyo, sin importarle con quién esté Pilar y no pierde la ocasión para lanzar sus dardos. El caso es que Lola, por mucho que vaya diciendo por ahí, tampoco logró consumar.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Chica, porque las bar-woman somos a la modernidad lo que los curas a los católicos. Además, ya sabes que mi bar es el campo de operaciones del ambiente y a mí no se me escapa ni una.
—Podrías habérmelo dicho antes —me quejé, cayendo en la cuenta de que estaba haciendo el ridículo, delante todo el mundo y ante mí misma, que era lo peor.
—Para qué, si cuando se te mete algo en la cabeza, no hay manera de hacerte entrar en razón. Y, compréndeme, Ana, tampoco voy a ir pregonando lo que veo aquí, o lo que me cuentan.
—Me lo estás contando ahora...
—Porque me jode que te esté tomando el pelo de esa manera, que tú te lo dejes tomar y, además, no quiero que sigas perdiendo el tiempo.
Carmen tenía razón. Yo, para mis cosas, soy muy particular. Hasta que no lo veo con mis propios ojos, ya me pueden decir misa cantada, que yo, en mis trece.
Terminé la ronda de consultas con mis amigas del alma, un jueves por la noche, frente al tapete verde, baraja francesa de por medio.
—Tienes que hacer algo —me dijo muy seria Raquel—. Vas a volverte tarumba.
—Esa mujer acaba contigo —apuntilló Sara—. Como sigas a este ritmo te nos vas a alcoholizar, y para nada, que es lo peor.
—¿Pero qué hago? Si ya lo he intentado todo y no pasamos del magreo puro y duro.
—¡Viólala, tía!—Raquel, rotunda.
—Qué bestia eres.
—Estoy con Raquel. Lo que está claro es que no puedes seguir así, poniéndote como una moto, sin resolver.
—No tengo manera —admití resignada—. A mi casa no quiere ir, por culpa de los niños. En su casa no puede ser, porque le da no sé qué. En el coche, ya me contaréis...
—Tendría su morbo —comentó Sara.
—Llévatela a pasar un fin de semana fuera, a ver qué pasa —propuso Raquel, como última solución.
Dicho y hecho. Aprovechando los tres o cuatro días que suelo tomarme de relax, al terminar una traducción importante, le sugerí a Belén que nos fuéramos a un hotelín rural, que tenía muchas ganas de conocer. Para mi sorpresa, aceptó a la primera. Es más, le entusiasmó la idea.
—Con una condición —me dijo—. Hay otro hotel al que tengo muchas ganas de ir, a un par de horas del tuyo. Es un palacete de indianos, con unas vistas al mar maravillosas y unas habitaciones de quitar el hipo. ¿Pasamos allí la primera noche?
Nos pusimos en camino un martes, después de comer. En el cargador de compactos de su coche, un cuatro por cuatro, último modelo, Miguel Bosé, Mina y los boleros de Luis Miguel, por ese orden. Eligió la carretera de la costa para conducir sin prisas y poder contemplar la puesta de sol en un faro, que le hacía a ella mucha ilusión.
Yo, en un estado de nervios similar al de mi primera cita, ella, dominando situaciones. Todo el mundo se había equivocado y yo había sido una estúpida por no haber provocado antes esta situación.
Cada momento que pasaba me convencía de que había sido terriblemente torpe, que lo que Belén necesitaba era un simple empujón, que estaba tan enamorada de mí como me hacía entender —por mucho que se lo negara a Antón— y que aquel viaje sería la culminación de todos mis deseos y el principio de una relación sólida y duradera.
Ella no se privaba, aprovechando la menor ocasión para dispensarme toda clase de atenciones, arrumacos, caricias, y demás parafernalia amorosa. Hasta paró el coche en medio de una curva, sólo para coger una flor y ofrecérmela...
—Esta es silvestre —dijo al dármela—. Mucho más bonita que la que te regalé en Frida aquella noche. ¿Me prometes que la guardarás como recuerdo de estos días?
Eternamente, la guardaré eternamente, me dije a mí misma, evocando el bonito tema de Gloria Stephan, Ayer encontré la flor que tú me di-iste...
Llegamos al hotel de indianos hacia las nueve de la noche, después de un romántico trayecto digno de una novela rosa fucsia.
Me invitó a cenar en un pequeño restaurante marinero, donde nos pusimos tibias de marisco y de Albariño. Paseamos por una playa cercana, cogidas de la mano y rematamos la noche con un par de gin-tonics, en la cafetería del hotel, antes de subir a la habitación. ¿Se puede pedir más? Sí, se puede.
Mientras ella preparaba una copa, me metí en el baño, me duché, que yo soy muy pulcra, me puse el pijama y esperé acontecimientos. En algún lugar de la mente, algo me decía que no debía ser yo quien tomara la iniciativa, que todo iba muy bien y que no era conveniente precipitar acontecimientos.
Su salida del baño fue triunfal, digna de, por ejemplo, Kim Bassinger en Nueve semanas y media. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Yo, que había escogido un pijama discreto —pantalones de Klavin Klein, camiseta de algodón, pelín masculino, antítesis de la lujuria, por no provocar, me encontré frente a una Belén exuberante que, por el contrario, se había decidido por un picardías rojo burdeos, adornado con un escote que mostraba generosamente todos sus encantos. Temblé. Tragué saliva, en un intento desesperado por humedecer mi reseca garganta. Pero seguí a la expectativa.
Ella, muy segura de sí misma, se sentó en mi lado de la cama, me ofreció la copa y, sin mediar palabra, se abalanzó sobre mí.
—¿Te importa que apaguemos la luz? Me da un poco de apuro...
Apagué y nos entregamos al frenesí sexual. Ya fuera por el efecto del alcohol, ya porque debía tener las mismas ganas que yo, se desinhibió completamente y fue ella la que me despojó del pijama, con un ansia completamente desconocida en ella. Ternura y pasión, el cóctel perfecto. Nos acariciamos y besamos durante no sé cuanto tiempo, alimentando el deseo, preparando concienzudamente la tan esperada culminación. Cuando me disponía a iniciar el asalto final:
—Bueno, corazón, ya es hora de dormir.
—¡Belén! —exclamé entre asombrada e indignada.
—Dame tiempo, por favor, dame tiempo —me pidió, zalamera—. Nos quedan muchos días, no quieras precipitar nada. Todo llegará, te lo prometo. Anda, sé buena y duérmete.
¡Duérmete! ¡Pretendía que me durmiera, después de haberme llevado a aquel nivel de excitación! No podía creer lo que me estaba ocurriendo. No daba crédito. Contemplé la posibilidad de levantarme e ir a dar un paseo por la playa para disipar el calentón. Deseché la idea. Me levanté, sí, pero a darme una ducha fría. Cuando volví a la cama dormía como una bendita. No obstante, ante lo que interpreté como promesa de noches más productivas, vencí la tentación de volver a casa en cuanto amaneciera y continuamos viaje.
Misteriosamente, la solícita atención que me había prodigado durante la primera jornada, dio paso a una actitud cariñosa, pero distante. No quise adelantar acontecimientos y me forcé a esperar a la noche, sin hacer el mínimo comentario.
Pasamos un día maravilloso, conociendo los pueblos de los alrededores, paseando en animada charla y tomando gin-tonics desde las seis de la tarde. La noche fue casi un calco de la primera, con la excepción del marisco —que sustituimos por un suculento chuletón de buey, regado con un exquisito tinto de Rioja— y de los arrumacos y caricias, que brillaron por su ausencia. A pesar de todo, no permití que la ansiedad hiciera mella en mi ánimo y aguardé impaciente el momento decisivo.
Verla salir del baño, despejó todas mis dudas. El picardías rojo burdeos se perdió para siempre en el fondo de su bolsa de viaje para ser sustituido por una amplia camiseta de manga larga, en algodón, eso sí, rojo.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Rápida y Mortal (I)

Recién estrenada la primavera, una nueva actriz pasó a engrosar el elenco de mi particular teatro de opereta. Llegó con aires de diva, dispuesta a hacerse con el papel protagonista desde el primer momento, quizás porque la antigüedad siempre ha sido un grado, y a ella le sobraba.
Nos habíamos conocido en los ochenta cuando, para regocijo de quienes habían hecho apuestas sobre mi opción sexual, decidí a soltarme la melena y empecé a alternar con lo más florido del ambiente local.
De aquella época conservo multitud de conocimientos y algunas amistades. Pedro, que nos abandonó en cuanto pudo, para instalarse en Madrid, donde presintió podría llevar una existencia menos condicionada por la presión familiar ; Antón, que no tuvo valor para seguir a su amigo del alma y ha ido marchitándose, poco a poco, en el asfixiante y enrarecido aire de nuestra pequeña comunidad provinciana y, sobre todo, Violeta, con quien he compartido algunos de los mejores y peores momentos de mi vida, y de la suya, circunstancia ésta que ha creado entre nosotras un vínculo indisoluble, a pesar de las incontables diferencias que nos caracterizan.
Entre la pléyade de conocidos y conocidas estaba Belén. Belén se había casado con un, dudosamente, atractivo, señorito andaluz venido a menos, al día siguiente de cumplir los dieciocho para escapar de las garras de una madre exigente y controladora, quizás por eso, nunca se resignó al papel que ella misma se había adjudicado y siguió llevando la misma vida de soltería que el resto. Durante unos años compartimos muchas cenas, alguna que otra madrugada, varias noches de ópera e infinidad de copas, hasta que su marido, decidió llevársela a vivir a Barcelona para alejarla de todo lo que le impidiera controlarla él mismo. Durante muchos años sólo supe de ella por Antón, con el que ella hablaba, de tarde en tarde, por teléfono, y el único entre sus amigos, al que veía cuando volvía a casa por Navidad. Por él supe que su precipitado matrimonio había fracasado mucho antes de que se decidiera a abandonar la ciudad Condal, dejando allí una buena parte de sus ilusiones y un marido, cómo no, infiel. Recuperada del amargo trance, gracias al apoyo de sus padres —que la instalaron en un magnífico chalet, en una de las urbanizaciones más elitistas de las afueras, le pusieron un negocio y le contrataron el servicio necesario para que pudiera liberarse de la pesada carga que supone la educación de unos hijos obligados a crecer sin padre—, se reintegró al círculo de sus amistades, después de un par de años de retiro absoluto, dispuesta a recuperar el tiempo perdido.
Fue en ese momento cuando la vida nos volvió a juntar, concretamente uno de aquellos viernes en los que salía a cenar con Antón, y Violeta —recién divorciada de su primer marido—, y con quienes tuvieran a bien añadirse. Antón siempre ha sido una especie de coordinador de grupo para este tipo de eventos. Todo el mundo lo llama y él reserva las mesas en los restaurantes para un par de personas más, por si las moscas. Aquella noche se añadieron Marisa, Miguel y Belén.
—¡Anita, corazón, no sabes las ganas tenía de verte! —exclamó, abrazándome con demasiada efusividad, para mi escaso gusto, teniendo en cuenta que hacía más de diez años que no nos veíamos—. No me apetecía mucho salir, porque hace casi nada que he llegado de Madrid, ya sabes, los negocios..., pero en cuanto Antón me dijo que venías a cenar, no lo dudé ni un segundo.
Sonreí de circunstancias a la espera de que me aclarara el motivo de su interés. No tardé en saberlo. Si hay una cosa que caracterice a Belén, es que no calla ni un momento. Es una de esas personas a las que podríamos incluir en el apartado de locución continua, del que no puedo ni debo excluirme.
—¿Te acuerdas de aquella noche que nos echaste las cartas a Curro, mi ex, y a mí? —me preguntó traspasándome, literal, con la mirada
—No, la verdad, no me acuerdo, han pasado tantos años...
—Pues no sabes la cantidad de veces que me he acordado de ti y de lo que nos dijiste. Ya sabes que yo, todas esas cosas me las tomo muy en serio. Fíjate si me las tomaré, que cada vez que Curro hacía un viaje pensaba, éste tiene un accidente y se que me queda paralítico, como me predijo Ana.
—Pero no le ha pasado nada, ¿verdad?
—No, no —respondió haciendo un énfasis especial en el último no.
—Menudo susto que acabas de darme.
—En lo que sí acertaste fue que no era el hombre de mi vida, ya sabes que nos hemos separado hace casi tres años. Bueno —añadió con un mohín de desprecio—, pensándolo bien, en lo otro también acertaste, porque sí se ha quedado paralítico, paralítico cerebral.
No pude evitar reírme a carcajadas con la ocurrencia. Es cierto que siempre había considerado a Curro un parásito, oportunista y vividor, y que la parálisis que había predicho —no recuerdo los términos exactos en los que me había expresado—, se referiría, seguramente, a la evolución personal.
—No te rías. Es como te lo cuento —me aseguró muy seria—. En realidad tendría que haberme divorciado después de que naciera mi hijo Javier, pero sólo por no darle la razón a mi madre, aguanté otros diez años, que tiene tela, ¿eh? Por cierto, tienes que volver a echarme las cartas, tengo una intriga horrible por saber qué va a ser de mi vida. ¿Sigues echándolas, no?
—Sólo de vez en cuando, últimamente tengo muchísimo trabajo.
—Ya me ha dicho Antón, pero, bueno, para podrás hacerme un hueco, ¿no? —nuevo mohín, en esta ocasión con un cierto toque de picardía.
A partir de ese momento la conversación derivó al ámbito de lo literario.
—¿No has leído El Alquimista?
—No he leído nada de Paulo Coelho —confesé.
—¡No me lo puedo creer, Ana, es im-pres-cin-di-ble! —exclamó como si se tratara de un premio Nobel, o similar, y, a renglón seguido—No lo compres, yo te lo regalo. Mañana vienes a comer a casa, me echas las cartas y te doy el libro.
Después de cenar y de aguantar las sonoras protestas de mis amigos, por la poca atención que les habíamos dedicado, recalamos, para variar, en el Frida, donde me encontré con algunas amistades que hacía tiempo no veía. Me dediqué a saludar y a responder varias veces a los obligados: ¿Qué tal?, ¿Dónde te metes que no se te ve el pelo? y el inevitable ¿Estás con alguien?, que tanto se prodiga cuando todo el mundo se hace eco de tu separación y no logran asociarte a ninguna conocida. Me olvidé de Belén, de Antón y del resto, y me dediqué a charlar con una amiga de mi ex, profundamente interesada en los términos de mi divorcio. Un par de horas después se me acerca Belén y me susurra al oído, aprovechando para rozar con sus labios el lóbulo de mi oreja, de una forma demasiado provocativa, para mi escaso gusto:
—¿Es tu novia?
—Colega —respondí, pelín molesta.
—Desde luego, cómo eres, me abandonas por cualquiera. Anda, ven a tomar una copa al Batik-ano —abrazándome por la cintura.
—Un poco más tarde, quizás.
—No me digas que me vas a dejarme sola... —colgándose de mi cuello y rozándome el lóbulo de la oreja con los labios de forma ostentosa, y, a la vez, procaz.
— ...
—Si no te veo, te llamo mañana y vienes a comer —aceptó, dejándome por imposible, pero besándome en la comisura de los labios antes de desaparecer de mi vista.