domingo, 18 de mayo de 2008

Que el cielo me juzgue (y II)

O la dejaba yo a ella, que todo podía ser, que la paciencia tiene un límite, incluso la mía.
Aproveché la circunstancia para cerrar la casa. Me vendría muy bien dedicar mis energías a algo que no fuera triturarme el cerebro. Entre Charo, la interina local, y yo, dejamos la casa como los chorros. No recuerdo haberme empleado tan a fondo en las tareas del hogar como en aquella ocasión. Un par de días después, volví a la ciudad dispuesta a reintegrarme plenamente a la reconfortante rutina laboral y a impedirque Clara siguiera monopolizando mi existencia .
Ella, ajena a mis reflexiones, decidió organizar una cena de bienvenida en mi honor. Sólo las íntimas: Carmen, sin Patricia, Lucía, que había hecho muy buenas migas con la anfitriona, sin Ángela, Angus, ella y yo.
Lucía, que asistía por primera vez a lo que Clara denominaba cenas de etiqueta, quedó vivamente impresionada, no sólo por el despliegue de medios con el que Clara nos obsequió, sino el escenario, un dúplex situado en pleno centro con vistas a los cuatro puntos cardinales, de cuya decoración se había encargado una de nuestras más reconocidas estrellas del diseño.
La planta baja se distribuía en varios ambientes, separados por dos espléndidos biombos de un famoso artista local. Comedor, zona de juego, mesa de billar americano incluida, y salón, orientado hacia dos cristaleras, desde las que se disfrutaba de una magnífica perspectiva de la catedral, con su chimenea en chaflán, completaban el conjunto. Todo muy sobrio. Minimalista. La cocina, aislada y enorme parecía sacada de una película americana. En el piso superior, un pequeño despacho —ordenador, fax, biblioteca profesional, orejeros de cuero viejo—, la habitación de invitadas y, cómo no, la suite de la reina del hogar con su vestidor, su baño —jacusi y sauna, por supuesto—, cama de dos por dos y pequeña terraza-invernadero dedicada a plantas tropicales.
—Chica, Ana —me comentó Lucía en un aparte—, no tenía ni idea de que a esta niña le fueran tan bien las cosas.
—A ella y a su familia—puntualicé.
—No me extraña que Angus prefiera vivir aquí que en casa de sus padres.
—Lo que me extraña a mí —observé— es que, a los treinta y cinco y teniendo un sueldo como el suyo, no se haya independizado.
—¿Para qué? —me hizo ver Lucía— En casa de mamá siempre se está de maravilla. Ni friegas ni planchas ni te ocupas de la nevera...Y si además tienes una novia que vive en un casoplón de esta categoría, es absurdo pagar una hipotca.
—Ya —objeté, pensando en mí misma— pero, por muy bien que estés con papá y con mamá, como en casa de una, nada.
—No todo el mundo piensa igual, Ana.
Desde luego. Y más si tus planes incluyen trasladarte directamente del hogar paterno al conyugal. No comenté nada, había sacado mis propias conclusiones de las largar conversaciones que mantenía con Clara, pero no me pareció oportuno compartirlas con Lucía en aquel momento. Nos reintegramos al grupo, dispuestas a dar cuenta de los aperitivos que Carmen acababa de sacar de la cocina.
La cena fue un éxito, excepto para mí, que la pasé tratando de impedir que Angus se diera cuenta de que Clara no dejaba de meterme mano por debajo del mantel. Y para Angus, que no dejó de vigilarnos en toda la noche.
Para rematar la velada acompañamos a Carmen a cerrar el Frida, después de tomar varias copas en casa. Entre el nivel etílico, la actitud de Clara durante la cena y el tema con el que amenizamos la sobremesa, aventuras y desventuras de Güendy y su inseparable Viky, Angus dio por terminada la velada antes de tiempo con una sarta de improperios y reproches que no pienso reproducir y un intempestivo que te den, a ti y a Güendy, etcétera. Carmen, Lucía y yo nos miramos incrédulas. Clara me miró a mí y haciendo un gesto impotencia, salió detrás de ella.
—Yo os dejo, chicas —anunció inmediatamente Lucía—, le prometí a Ángela que no me excedería.
Carmen y yo, como de costumbre, volvimos a casa dando un paseo. Aprovechamos para comentar las incidencias de la noche.
—Qué carácter el de Angus, nena—dijo Carmen para iniciar tema.
Risas.
—Qué harta estoy de todo, Carmen, qué harta —clamé, elevando mis ojos al cielo.
—Déjala, tía. ¿No ves que lo de estas dos no tiene solución? Si llevan así desde que las conozco —y añadió, parándose y moviendo la cabeza al estilo de Manolo Escobar en sus mejores tiempos—, y ya ha llovido...
Más risas.
—Pero si yo la dejo —argumenté, sin poder parar de reír—. Es ella la que me llama constantemente, se presenta en mi casa, a cualquier hora del día y de la noche...
—Da igual lo que haga—me interrumpió mi amiga—, con esta chica no tienes futuro, Ana, te lo digo yo.
—Ni lo quiero —me apresuré a aclararle—. Que lo pase pipa con ella, no quiere decir que pretenda casarme. Te aseguro que me siento completamente realizada en mi papel de amante, no quiero más.
—Serás zorra —cariñosa.
—Lo seré, muy guapamente —admití arrastrando las sílabas—, pero con haber ejercido una vez de esposa abnegada y fiel, tengo bastante. Lo malo es que, hasta esto se me está complicando.
Nueva parada. Interrogatorio visual.
—Sí, hija, sí. Se me está complicando, porque me da mucha pena de Angus, ¡joder!, me recuerda demasiado a mí misma.
—¿Crees que Angus se habrá dado cuenta de las maniobras de Clara bajo el mantel? —especuló, haciendo todo lo posible por ponerse seria.
—A ti, ¿qué te parece? No vas a decirme que el mosqueo que se pilló fue sólo por los comentarios que hicimos sobre esas dos...
—¡Uy, qué sí! Y si no —concluyó— es que está ciega, bonita.
—O quiere estarlo —apunté—, que es otra posibilidad.
—¿Tú crees? —hay veces que Carmen está, como muy cerca, en la luna de Valencia.
—Razona, Carmen, razona —le pedí, poniéndome todo lo trascendente que una se puede poner a ciertas horas, en ciertas circunstancias—. Ella misma me preguntó si a mí me gustaba Clara, el día de mi cumpleaños. Y no se lo negué. ¿Voy a ser tan estúpida de seguir saliendo con ellas para nada?
—No, si, en eso, tienes razón. Yo, desde luego —añadió tambaleándose ligeramente—, estaría mosca.
—Como es lógico. Y como está ella, por mucho que quiera hacerse la sueca. Pero si está dispuesta a tragar, sus razones tendrá.
¡Pues no le había dado pocas vueltas al asunto! No me había llevado tiempo, ni nada, comprender las motivaciones de Angus —y las mía propias—, para aceptar aquel triángulo absurdo.
—Otra cosa es que yo esté a gusto, que no lo estoy. Hacerla pasar por estos papelones me enferma.
—Ese no es tu problema —sentenció Carmen, poniéndose seria—, sino de Clara.
—Ya, pero yo estoy en el medio. Además —añadí —, no me gusta nada cómo se lo monta Clara con ella. ¿Para qué crees que montó el numerito?
—¿...?
—Para librarse de ella esta noche, como hizo en el cumpleaños de Marta, por ejemplo.
Carmen hizo varias cruces al aire.
—¿Qué nos apostamos a que dentro de una hora, como máximo, la tengo en casa?
—Ni un duro —respondió Carmen, blandiendo el índice—. No me apuesto ni un duro. Clara es capaz de eso y de más.
Sabia decisión, la de mi amiga. Tal y como había supuesto, Clara llegó a mi casa, dentro del horario previsto, hecha un basilisco.
—Me tiene harta esta tía, Ana, me tiene harta —tiró el bolso sobre el sofá y se dejó caer, haciendo un mohín de disgusto—. ¿Tú crees que es normal que me ponga verde delante de todo el mundo?
—No, la verdad es que no —tuve que admitir, a pesar de comprender que la impotencia y la frustración puede generar mucha violencia—. Ni delante de todo el mundo ni en privado, creo yo.
—¿Por qué se puso así? ¿Qué le hice?
—¿Aparte de meterme mano durante la cena?
—Pero si no me vio...
—¿Aparte de defender a Güendy como si te fuera la vida en ello?
—Estaría bonito que también tuviera que pedirle permiso para escoger a mis amigas.
—Pero es que ella piensa que Güendy y tú estáis liadas —me permití recordarle.
—Ella piensa que estoy liada con media ciudad, Ana. De sobra sabe que entre Güendy y yo hace mucho que no hay nada —aseguró, como si la duda la ofendiera— Además, sea lo que sea, no tiene por qué ponerse así en público.
En eso tuve que darle la razón. Los trapos sucios, siempre me lo ha dicho mi madre, se lavan en casa. Aparte de que eso de recurrir a la violencia verbal siempre me ha parecido de un gusto pésimo, y más en una ocasión como aquella, después de una cena tan estupenda. Claro que, pensándolo bien, y a la vista de los desequilibrios emocionales que me reportaba mi relación con ella, podía entender perfectamente que los niveles de frustración de Angus, después de tantísimos años de infidelidades y sinsabores, la empujaran a canalizar sus emociones de cualquier manera.
—De todas formas, no hay mal que por bien no venga —declaró en tono de dar por finalizado el tema, antes de arrastrarme a la cama—, por lo menos conseguí que hiciera las maletas y se fuera. Esta vez se acabó. Me divorcio y punto.
Una semana más tarde se fueron juntas a París.
Yo me di a las voces, sola, en la intimidad de mi hogar. Luego llamé a Violeta que se presentó en mi casa en un abrir y cerrar de ojos.
—Voy a ser dura, nena —me anunció, encendiendo un pitillo—, pero no me queda más remedio que abrirte los ojos.
Lo dudo, pensé, a estas alturas debo tenerlos como un besugo.
—Esa chica está jugando contigo de la forma más descarada que conozco.
—Pero, Váyolet, mujer —protesté, limpiándome las lágrimas con la manga—, si es que ya tenían hecha la reserva desde hace un montón y no le quedó más remedio.
Aun a riesgo de ser intensa y parecer ridícula, que diría Violeta, he de insistir en la pérdida de identidad que sufro cuando me enamoro, mi absurda tendencia a justificar las actuaciones de mis correspondientes partenaires —por mucho que me perjudiquen— y, a mayor abundamiento, mi sempiterna costumbre de culpabilizarme de lo que ocurre en mis relaciones sentimentales, todo por no reconocer que me están tomando por el pito del sereno o, lo que es infinitamente peor, por no perder al objeto de mi deseo.
—Por eso estás tú como estás y por hecho me has llamado hecha un mar de lágrimas.
—Ella no quería ir... Si se habían divorciado...
—¡Por Dios, Ana! —indignada— Sé un poco realista. Primero, nadie la obligó a hacer este viaje, podía haberlo anulado...
—Es que se lo había prometido a Angus, como regalo de aniversario...
—¿De qué aniversario? —infinitamente más indignada — ¿No acabas de decirme que se habían divorciado? ¿Qué coño tienen que celebrar?
Comprendí que las razones de mi amiga tenían mucho peso, pero como ya he dicho que tiendo a disculpar, aún objeté:
—Pero siguen siendo amigas, ten en cuenta que trabajan juntas y que si no se les haría muy cuesta arriba la convivencia laboral —yo, en mi línea, justificando lo injustificable.
—Y la otra, ¡no te fastidia! —indignada, a más no poder—. Lo del divorcio fue una milonga como otra cualquiera. Ni se ha divorciado ni piensa divorciarte, es más, y perdóname, que ya se que estás hecha polvo, pero...
Me puse en lo peor. Cuando Violeta pedía perdón por anticipado, me iba a caer una de las de no te menees.
—... tu Clara te está utilizando para meterle morbos a su Angus. A esas dos les va la caña, Ana, no se te olvide. Y si no, repasa un poco vuestra trayectoria. Con todas esas broncas, en público y en privado, se meten una marcha que se vuelven locas. Estoy segura de que luego llegan a casa y echan unos polvos de escándalo.
—No seas burra, Váyolet, además, las dos veces vino a dormir conmigo.
—Realista, Anita, soy realista. Por favor te lo pido, si en algo aprecias mi amistad, olvídate de esa mujer. Va a acabar contigo —sentenció, más tranquila, más seria— o a volverte loca, que no sé qué será peor.
Doce horas de sueño, inducido por un comprimido de Orfidal, sosegaron mi ánimo, permitiéndome analizar la situación desde una perspectiva más imparcial. Violeta tenía razón, Clara jamás se divorciaría de Angus. Lo curioso del caso es que no me importaba; aunque lo de salir las tres juntas y ser colega de la mujer de mi amante se me hacía cada día más cuesta arriba.
Y luego estaba la forma en la que Clara trataba a Angus en según qué circunstancias. Por mucho que todas mis íntimas me hicieran ver que ese no era mi problema, no podía menos que solidarizarme con mi presunta rival. ¡Me recordaba tanto a mí misma durante la última época de mi matrimonio!
Después de consultarlo con la almohada volví a decidir, por tercera vez en los últimos dos meses, que lo mejor que podía hacer era sacar de mi vida y de mi corazón a aquella mujer que amenazaba con desestabilizar mi precario equilibrio emocional.
Ya, me doy cuenta de que resulta contradictorio, pero como he reconocido que cuando me enamoro, ciego, no puedo permitirme el lujo de sorprenderme con mis propias incongruencias.
Desde que Clara me comunicó, por teléfono, su inminente partida, sin darme otra opción que el pataleo, di en deprimirme. ¿Qué significaba aquel viaje? ¿Me dejaba? ¿Volvía con Angus?¿Se habían divorciado realmente? ¿Cómo podía irse con ella a París, después del último episodio?, y, sobre todo, ¿después de haberme jurado y perjurado que aquella era la ruptura definitiva?
Mis estados depresivos admiten alguna que otra variante. En esta ocasión opté el mutismo, el encierro y las estancias prolongadas en la cama, consumiendo televisión a pasto. Al tercer día de encontrarme en semejante estado, Loli se tomó la libertad de intervenir.
—Ocupa el tiempo —me recomendó al llevarme el desayuno y la prensa, a eso de la una de la tarde— Déjate de calentar la cama, que te van a salir ampollas en el culo.
Como una madre. En esta y otras ocasiones, Loli se ocupó de mí como una auténtica madre.
—¡Qué pena que no entiendas, Lolina, hija! —exclamé , enternecida por sus desvelos—Ibas a ser la esposa perfecta.
—De eso nada, monada —respondió, con su habitual desparpajo—. Ahora que me he librado de ese imbécil, Dios lo tenga en su Gloria —añadió santiguándose­—, no pienso volver a cometer el mismo error.
—Con lo bien que me cuidas...
—Te cuido porque quiero y porque forma parte de mi trabajo —aseguró, acomodándose a los pies de la cama, cigarrillo en mano —, y yo, es lo que tengo, que soy muy profesional.
La forma en que sostuvo el pitillo, el tono y el gesto de su rostro, me provocaron un ataque de risa que a punto estuvo de convertir mi boca en un surtidor.
—Es verdad, Ana —continuó ella, aprovechando que yo me dedicaba a masticar con fruición la tostada—. Cuando me contrataste, me dejaste bien claro que no querías ocuparte de nada, que lo dejabas todo en mis manos. Eso es lo que he hecho. Hacerme cargo de ti, que buena falta te hace, y de tu casa. Y, además —añadió— me encanta hacerlo.
—Y a mí que lo hagas —admití, transmitiendo a mis palabras el sincero agradecimiento que sentía—. Ya sabes que estoy pasando una temporada muy peculiar...
Fue ella la que me interrumpió entonces.
—No me digas nada, no hay más que verte. Desde que te enamoraste, no eres persona —sentenció, muy en su papel. Pero, voy a decirte una cosa y que no te parezca mal. Esto te pasa porque no te has fijado en la persona adecuada.
Mi cara debió convertirse en una interrogación gigante enmarcada por un par de exclamaciones.
—El amor que hace sufrir, no es amor —dogmatizó, retirando la bandeja y acercándome el cenicero —. Ya ves en qué acabó lo mío, que cuando lo vi en la caja, con aquella cara de no haber roto nunca un plato, le dije: ¡Anda y púdrete de una vez, cabrón!, ¡Dios me perdone, Ana, Dios me perdone! —volvió a santiguarse ostentosamente—, pero es que, me dio una vida que... Y, menos mal que tuvimos suerte, los dos, y se murió rápido, que igual podía haberse quedado en una silla de ruedas, más lelo de lo que ya era él, de por sí, y amargarme el resto de la vida, más de lo que me la amargó. Así que ahora —concluyó ufana—, que soy una mujer independiente, porque, mira, para qué voy a decirte otra cosa, los millones que me han dado por él, me han resuelto la vida, me he programado para no enamorarme. Salgo, me divierto, follo lo que puedo y, cuando veo que empiezan a coger confianza —chasqueó los dedos—... ¡fuera! Porque me conozco, Ana, me conozco. Como me enamore, me pasa lo mismo que a ti y no estoy dispuesta. Ya no. Con uno, basta.
¡Cómo admiré su determinación! ¡Cómo la envidié! ¡Cómo deseé haber adquirido una mínima parte de su sabiduría!
—Lo que no entiendo es cómo tú —recalcó muchísimo el tú—te dejas atrapar, siendo como eres. Si yo tuviera tu cultura y tu educación, que ya me ves, millonaria y todo, y sigo viniendo a tu casa a limpiar, que lo hago porque quiero, ¿eh?, que nadie me manda—iba a interrumpirla, para decirle que ella hacía mucho más por mí, que limpiar mi casa, pero no me permitió hablar, se llevó el índice a los labios y continuó—, que es verdad que no sé hacer otra cosa, pero ahora lo hago porque quiero, y porque tú eres mi amiga. Pero, si yo tuviera tu cultura y tu educación... a mí me iban a pillar. Anda —dejándome por imposible—, lee ese periódico, date una ducha y ponte las pilas. Ya volverá de París, y ojalá se quedara por allá, perdóname, pero como encontrar te encuentre así, convertida en un merengue, sí que te lo va a poner difícil. A todas nos gusta mucho que nos metan un poco de caña y, por lo que observo, a esta novia tuya, más.
Comprendí cuán cargadas de razón estaban sus palabras. Lástima que la parálisis cerebral que padecía me impidiera poner en práctica sus sabios consejos. De todas formas tomé nota mental del asunto, prometiéndome a mí misma que, en cuanto fuera capaz de salir del marasmo en el que me encontraba, me ocuparía personalmente de la formación de Loli. Tenía razón, era mi amiga, y eso era lo menos que podía hacer por ella, abrirle otros horizontes, aunque siguiera limpiando en mi casa porque quería, también podía hacer otras cosas, por ella y por mí.
—Si me hicieras caso, que no me lo vas a hacer, aplicarías una de mis teorías, que no sabes los buenos resultados que da.
Encendió otro pitillo, al objeto de aumentar el suspense y desgranó su tesis.
—Yo es que lo tengo comprobado. No sé si funcionará con las mujeres, pero, con los hombres, no falla. Como vayas detrás de ellos, corren que se las pelan para despistarte y que no los pilles, pero como seas tú la que va delante, a lo tuyo, sin preocuparte de si te siguen o no, se vuelven micos para que no te escapes.
—¿Por qué no va a funcionar con nosotras?—le pregunté sorprendida por su aclaración.
—Porque ellos son muy simples, Ana. Nosotras somos mucho más complicadas, más, más... —dudó al escoger el término.
—¿Sibilinas?
—¡Eso! Bueno —admitió, sin falso pudor—, no sé muy bien lo que significa esa palabra, pero creo que es exactamente lo que quería decir.
He de admitir que la última teoría de mi Loli me pareció brillante y digna de ser tenida en cuenta. Es más, me sirvió como estímulo y acicate. ¿Qué conseguía dejándome vencer por la abulia, dedicando mi precioso tiempo a lamentarme? Nada. Ni siquiera leí el periódico, me levanté de un salto y me metí en la ducha, dispuesta a olvidar el papel de sufridora en casa, que había asumido desde mi última conversación telefónica con Clara.
Sentada ante el ordenador, con el programador de tareas de mi Outlook, organicé la semana minuto a minuto, para no darme la oportunidad de flaquear. Sin embargo, no voy a mentir, de poco me sirvió la febril actividad desplegada. No conseguía apartarla de mi pensamiento ni un solo momento del día y de la noche. Me despertaba pensando en ella, la evocaba trabajando, comiendo, jugando al golf o a las cartas. Me dormía con su imagen, soñaba con ella. La echaba tanto de menos que sólo quería que alguna de mis sufridas amistades me diera la oportunidad de sacar el tema, aunque fuera para vituperarla —en la acepción: reprobar duramente, la otra no se ajusta. ¿Cómo iba a confesar que, después de lo que consideraba una burda traición, siguiera suspirando por sus huesos, inasequible al desaliento? Buscando, por otra parte, la solidaridad de quien tenía a bien escuchar mis quejas, la ponía verde por haberme engañado; por haberse ido a París con Angus, cuando nosotras no habíamos podido compartir ni un miserable fin de semana; por haber alimentado mis ilusiones para luego pisotearlas como una colilla; por haberla dejado entrar en mi vida, conociendo como conocía su implicación en aquel matrimonio del que tanto renegaba; por haberme dejado seducir por sus innegables encantos; por haberla aceptado de nuevo en mi vida, después de su primer Lo nuestro no puede ser.
—Pero tú la quieres —me recordaba Raquel, por ejemplo—. La quieres a pesar de todo.
¡Claro que la quería! Si luego, sola en la intimidad de mi hogar, lloraba desconsolada, añorando sus visitas a media noche, su risa, su piel, su contacto, su olor. Y me fustigaba duramente por no haber tenido valor para afrontar con ella la relación que yo suponía, esperaba de mí; por no haberle ofrecido mi tiempo y mi vida al completo, exigiéndole lo mismo; por no ser la mujer madura, fuerte y decidida que había visto en mí; por compadecerme de Angus, que estaba en París con ella, encantada de la vida, mientras yo gimoteaba por todas las esquinas como un alma en pena.
Estuve en un tris de hacer puré mi propio cerebro, intentando encontrar una respuesta a su comportamiento; analizando, hasta la extenuación, cada palabra, cada gesto, cada mirada, para concluir en que la pobre hacía lo que podía con aquella novia que le había caído en suerte y de la que era incapaz de librarse.
—Soy muy cobarde, Ana —me había reconocido en cierta ocasión—. Cometí el mayor error de mi vida permitiendo que trabajara conmigo en el despacho. Ahora tengo que pagarlo. No puedo despedirla, ¿qué iba a ser de ella?
En un alarde de incoherencia sin parangón, me agarré a ésta y otras sentencias similares para pedirle al cielo que no hubiera dejado de quererme, que no me abandonara para siempre jamás. Con Angus o sin Angus; en trío o en cuarteto; en su casa o en la mía; a media mañana, a media tarde o a media noche, «Por favor, Dios mío, qué no me deje».
Como era de cajón, el cielo me oyó. En cuanto pusieron los pies en suelo patrio, me llamaron para darme «una tontería que te hemos traído, de esas que tanta ilusión te hacen».
El velo de dolor que cubría mi alma se diluyó por arte de magia dando paso a una fanfarria de trompetas, clarines y timbales, acompañada por varios castillos de fuegos artificiales. Peiné la melena, me bañé en mi perfume favorito, escogí un modelo adecuado a las circunstancias y me preparé mentalmente para una cita que anticipaba feliz.
Encontré a Angus pletórica, triunfal, relajada y un poquito condescendiente, abusando de los plurales que tanto me ofendieran en otra épocas. A mí ¿qué? Las miradas encendidas de Clara, cargadas de complicidad, su mano buscando el contacto con la mía a la menor oportunidad, minimizaron los alardes de Angus. ¡Hasta obvié la profusión de arrumacos con los que solía subrayar su estatus!
La que volvió a casa henchida por la emoción fui yo, estrechando entre mis brazos la torre Eiffel, en plástico dorado, que pasaría a ocupar el lugar de honor entre mi colección que, hasta aquel día, ostentara la góndola veneciana con sus cortinajes en terciopelo rojo y su luz incorporada.
Me di una ducha rápida, por si las moscas, me puse mi pijama más provocativo y...¡bingo!
—Pero ¡ya estás en pijama! —exclamó, dando visibles muestras de sorpresa e impaciencia—Pues, venga, vístete —imperativa—, que nos vamos a mi casa. He quedado en llamar a Angus en cuanto llegara.
Cualquier otra, que no fuera yo, en el estado que ya he relatado hasta la saciedad, hubiera puesto, al menos, un pero. No la que suscribe. Agradecida y emocionada —«solamente puedo decir: gracias por venir» —, me vestí en un abrir y cerrar de ojos y la seguí.
No me arrepentí. No sólo porque nuestro reencuentro sexual colmara las más exigentes expectativas, sino por la forma en la que disipó todas mis dudas, derribando las débiles barrera que me había empeñado en levantar.
Mientras nos recuperábamos del primer asalto, resuelto con la brevedad de la urgencia, me explicó que mi error consistía en haber aventurado el auténtico significado del viaje; que lo tenían reservado desde hacía meses, en previsión de que Angus consiguiera la exclusiva de un importante cliente, como así había ocurrido; que, por otro lado, ambas se merecían una vacaciones y que, además, habían ido como amigas —«¿No estuviste tú en Valencia con Violeta?».
—¿Por qué no confías en mí? —me preguntó pasando nuevamente a la acción— ¿Por qué te empeñas en pensar por mí?
Eso. ¿Por qué tengo la maldita costumbre de adelantarme a los acontecimientos?
Se sentó sobre mi vientre, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo.
—Mírame, Ana, por favor, mírame. ¿Qué ves?
Aparte de aquel cuerpazo que me volvía loca, ¿qué iba a ver?, el mismo brillo de siempre iluminando sus ojos, la pasión y el deseo que deseaba contemplar más que cualquier otra cosa en el mundo.
—Me encanta sentirte... me encanta estar contigo... me encanta quererte —me susurró al oído—. No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos, de cómo he deseado este momento.
Como si necesitara avalar sus palabras con un gesto capaz de borrar cualquier rastro de desconfianza, me cerró los ojos, me besó intensamente y me pidió:
—Por favor, no te muevas, déjame hacer.
Deslizó su cuerpo sobre el mío. Perdí la noción de mí misma.
Una eternidad después, ya más tranquila, Clara, se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.
—A ver, dime, ¿por qué crees que me la he llevado a Paris? —me preguntó cogiéndome la cara entre las manos para obligarme a mirarla—, ¿por qué me apetecía mucho? No, Ana no. Me la he llevado para arrancarle un acuerdo. Me he pasado la semana negociando —me reveló—. Conozco perfectamente a Angus y sé cómo tengo que hacer las cosas con ella para tenerla tranquila, para no hacerle demasiado daño. Son muchos años, Ana, demasiados. No puedo plantearle una ruptura violenta. Me da miedo su reacción. Necesito distanciarme poco a poco, para darle tiempo a organizar su vida, para que se de cuenta de que puede hacer muchas cosas sin mí. De momento —continuó, interrumpiéndose sólo para besarme—hemos quedado en darnos más libertad. Ella también está de acuerdo en que, desde que entró en el despacho, pasamos demasiado tiempo juntas y eso perjudica la convivencia y la relación. Además, no puedo terminar una historia y meterme en otra sin transición, aunque sólo sea por respeto hacia Angus. Hemos vivido demasiadas cosas como para no ofrecerle una salida digna. Por favor, ten un poco de paciencia. Déjame hacer las cosas a mi manera.
¿Cómo resistirse ante argumentos tan contundentes? Cómo negarse a esperar, no unos meses, no, un año, si hiciera falta.

«Esperaré por ti y por tu bemeuve hasta los cincuenta, si hace falta»

Viky, con su sempiterna expresión de no haber roto nunca un plato, su aspecto pulcro, su habitual sonrisa de circunstancias, me observó desde los pies de la cama con aires de suficiencia. Sus palabras resonaron en mi cabeza, al mismo tiempo que un viento huracanado —procedente de mi yo más profundo— las borraba, llevándose su imagen por las rendijas de la ventana. Mientras se esfumaba, convertida en un humo parduzco, aún pude oír los ecos de su risa estentórea. No, no era la suya, era la de Güendy.
—¿Qué te pasa, mi amor? —preguntó Clara alarmada— Acabas de dar un bote...
—Nada, nada —le respondí, estremecida—, un micro-sueño en forma de pesadilla.
Volví a dormirme, esta vez profundamente, con su cuerpo envolviendo el mío y su respiración sobre la nuca.
A partir de aquella noche vivimos la quincena fantástica de El Corte Inglés, multiplicada por dos y elevada al cubo.

18 comentarios:

errante dijo...

ummmm

ConchaOlid dijo...

Claro, las que tenemos un Ford no tenemos esta suerte...

Anónimo dijo...

Je. Me ha gustado el apresuramiento de la frase final.
Está muy interesante esto...

Anónimo dijo...

Para el buzón de sugerencias: ¿sería posible que los comentarios aparecieran antes del post en lugar de después? Es que a veces tardo horas en encontrarlos...

Mármara dijo...

Errante, tía, a ver si eres un poco menos críptica, ¡leches!
Conso, yo también tengo un Ford, Focus, por más señas, azul Cantábrico, modelo "Ambiente". Más no te digo.
Si me dices cómo pongo los comentarios antes del post, mañana mismo arreglo este problemilla, Ohne.

ConchaOlid dijo...

jajajaja, yo Fusion azul marinooooo
tía, y encima no eres pelirroja.

Anónimo dijo...

Ah, yo no sé. Jajajajajaja.

Blasfuemia dijo...

Leo, eh. Tarde. Pero leo.

So blanda.

Morgana dijo...

si alguna vez voy a París me niego a traerme una torre eiffell de plástico dorado! por las Diosas! jajajaja

Anónimo dijo...

¡Por tu madre, sigue! Que esto es peor que ver Lost con huelga de guionistas, coño...

Marigel dijo...

Ja, ja, ja.
No sé por qué me río tanto, si me veo en cada renglón.
Es que, verlo desde fuera da risa.
Menos mal! me hace falta reirme de mí misma.

Anónimo dijo...

Agradecida y emocionada por tus palabras compartidas te cuento:

Me llevé tus capítulos a mi turno del sábado, (en el sanatorio donde estoy los turnos son muy tranquilos) para leerlos en la madrugada...

Y confieso que me entretuve tanto, me atrapaste en el vendaval emocional de este espacio...

Cada persona(je), historia, vínculos...

Tus irremediables caídas y ceguera severa al ser víctima de la locura de cupido...

Rebeca, la ameba...

Los consejos y la sabiduría de Loli...

Y los demás capítulos??

Voy a ser la única que se va a quedar a medias??

;-)

Cuidate...

(hasta que por fin pude ponerme al día por acá)

ConchaOlid dijo...

¿Que no piensas seguir o qué?

errante dijo...

el cielo se cansó de juzgar

ConchaOlid dijo...

Debe ser eso jajajajaja

Anónimo dijo...

Espero que el verano te anime a seguir con tu novela...que no se nos ha olvidado no.

Candela dijo...

¿Cómo había tenido el valor y la osadía de perderme esto? Voy y lo descubro por casualidad curioseando en tu columna (la derecha). Guauuuuu... Jamía, la protagonista y servidora, hechas del mismo palo. :)

Y me lo he empapado de cabo a rabo, con puntos y comas.

Isabel Gil Jiménez dijo...

Espero que siga la narración.
Un saludo