domingo, 13 de abril de 2008

Algunas sonrisas y varias lágrimas

En el capítulo anterior, que no he colgado completo, Ana, Angus y Clara, se hacen inseparables, a raíz de la noche de conficencias en el Frida. Angus intenta converitr a Ana en su cómplice para que la ayude a liarse con Carmen y así compensar las múltiples infidelidades de su mujer. Clara, por su parte, se dedica a coquetear con Ana. Ana siente reverdecer su antigua atración por Clara.
Cuántos problemas nos evitaríamos, si en vez de tanta matemática, tanta lengua y tanta historia, incluyéramos en el currículo escolar la forma de controlar nuestras emociones negativas y potenciar la autoestima, para enfrentarnos a la vida con alguna posibilidad de éxito. Pero no. Te sueltan en este mundo traidor sin proporcionarte las instrucciones de uso y ¡hala!, allá te las compongas. Ensaya, equivócate, cae, levántate, estréllate, vuelve a levantarte. Las crisis fortalecen el espíritu, la letra con sangre entra, como mejor se aprende es a golpes, quien bien te quiere te hará llorar...
¡Habrase visto semejante sarta de estupideces! ¿No sería mucho más práctico que las ancianas de la tribu nos advirtieran de los peligros reales y la mejor forma de afrontarlos? O, ya que estamos en pleno siglo XXI, ¿por qué no inventan un chip que nos ponga sobre aviso de que ciertos sentimientos pueden abocarnos al desastre?
Si yo hubiera dispuesto del susodicho chip, quizás hubiera podido evitar enamorarme de Clara o, en su defecto, asumir el enamoramiento sin tener que sufrir las nocivas consecuencias que la culpabilidad tiene en mi precario equilibrio emocional.
Pero, en fin, la vida es así, no la he inventado yo, y hay que vivirla como mejor se pueda, por lo general a salto de mata.
Aparte de hacernos inseparables, Angus y Clara decidieron convertise en mis celestinas, a fin de que encontrara una pareja y me recuperara, lo antes posible, de mi aventura con Belén. Que ésa es otra. En esta sociedad no vales ni un pimiento si no tienes una pareja estable, a pesar de que la mayoría cambie de pareja con la misma facilidad que de calcetines, por ejemplo.
¿Quién me habría mandado quejarme de mis vicisitudes sentimentales? ¿Cómo se me ocurrió comentarles mis dificultades para enamorarme? Si hubiera cerrado el pico, ellas habrían seguido ocupándose de sus problemas, que no eran pocos, en vez de entretenerse ocupándose de los míos. Yo hubiera terminado con mi temporada sabática, hubiera vuelto a mis quehaceres y, si os he visto ni me acuerdo. Pero no, eché la lengua a pacer, y me perdí.
Tan preocupadas como estaban por ayudarme a encontrar a mi alma gemela me propusieron asistir a la fiesta del 8 de marzo, seguras de que, entre tantas mujeres, encontraría a una que colmara mis ansias de amor.
Me negué. Nunca me han gustado esas fiestas, he de confesarlo, y menos cuando me pillan en pleno periodo de reflexión, pero insistieron tanto, sobre todo Clara, que no me quedó más remedio que aceptar. Y allá me fui, acompañada de mis dos mosqueteras, con la secreta intención de cumplir con el expediente y retirarme a mis cuarteles a la menor ocasión.
El Batik-ano estaba de bote en bote. Decenas de mujeres, charlaban animadamente por los rincones, jugaban a la máquina de petacos o, bailaban, pegadas —como recomienda Sergio Dalma—o separadas, según sus preferencias y necesidades. No faltaba casi nadie y, por supuesto, tampoco Güendy, con su inseparable Viky. Güendy, despepitándose en la pista frente a una rubia explovisa, Viky, discretamente sentada en un sofá con más cara de aburrimiento que de otra cosa. Tal circunstancia nos sorprendió gratamente. El modus operandi de Viky, en su asuntillo con mis colegas y en la forma de cancelar su relación con Silvia, le había granjeado un buen número de enemistades. Verla sola y aburrida, mientras Güendy intentaba seducir con sus contoneos a rubia explosiva ante sus narices, nos pareció el justo pago a su desfachatez.
Clara, Angus y yo, nos situamos al fondo del local, desde donde se divisaba un panorama más completo.
En cuanto tuvimos las copas en la mano, Clara, según su costumbre, se dedicó a mariposear, coqueteando con unas y con otras, motivo que indujo a Angus a quejarse dolorosamente y a reiterar lo harta que estaba de aquel comportamiento y, en general, de Clara.
Ese fue el mi primer gran error. Escucharla. Ser depositaria de sus cuitas y, para más inri, intentar convencerla de que fuera comprensiva con las maniobras de Clara que, a mi entender, sólo ejecutaba para reforzar su escasa autoestima.
El jueves siguiente, frente al tapete verde, les hice a mis chicas la crónica completa del evento.
—Pero, ¿lo pasaste bien? —preguntó Raquel, que siempre procura ver el lado positivo.
—Lo pasé bárbaro —admití—. Entre las dos consiguieron que me sintiera como una reina, pendientes de mí constantemente, rivalizando por acaparar mi atención. Pero, no sé, me da un poco de miedo el juego que se traen entre manos.
—Tú siempre tan optimista —dijo Raquel —¿Qué te hace pensar que están jugando y a qué?
—No es que lo piense, es que fue Clara la que me lo advirtió.
Tuve que relatar todos los pormenores de la fiesta. La forma en que, me hicieron pasar de unos brazos a otros, bailando conmigo, Angus, en plan de demostrar sus habilidades como danzarina, Clara arrebatándome de los brazos de Angus, para pegarse a mí e intentar seducirme con toda su artillería.
—Lo que más me divirtió fue la forma en la que me apartó de Güendy—comenté—. Me acerqué a la barra para pedir una copa y me la encontré allí, un poco cabizbaja. Como ya sabéis que, otra cosa no, pero a educada no hay quién me gane, me entretuve un poco con ella. No habían pasado cinco minutos cuando Clara, sin mediar palabra, me cogió de la mano y arrancó de su lado. Tuve que disculparme con Güendy con un «Perdona, le debo una pieza a esta amiga», por dejarla con la palabra en la boca, mientras Clara me arrastraba hacia la pista. Fue entonces cuando me advirtió: «No nos hagas caso, nos encanta jugar», a lo que respondí, haciendo gala de un dominio de la situación propio de mi edad y condición «No te preocupes, soy ludópata.»
—Pues yo creo que lo hiciste estupendo —dijo Sara —. A ellas les apetecía jugar, y les seguiste el juego.
—Sí —puntualizó Raquel—, lo malo es que, para tu desgracia, ambas lo sabemos, todo ese aplomo no es más que una fachada. Ten cuidado, Anita, por Dios, que te estoy viendo venir.
Yo también me veía, la verdad, pero me negué a admitirlo.
—Despreocúpate, no voy a ser tan tonta como para dejarme embaucar.
Según pronuncié la frase, vino a mi memoria otra similar, pronunciada en circunstancias parecidas.
—A ver si es verdad —sentenció Raquel.
—No voy a negaros que Clara me guste como el caramelo —admití—, pero de ahí a que me embarque en una aventura con ella, va un abismo. Lo primero, porque no creo que yo sea su tipo y lo segundo, por Angus.
—Y, ¿qué tiene de malo una aventura? —preguntó Raquel—, si la reduces a eso. Déjate querer, folla con ella, si se te presenta la oportunidad, y no te compliques la vida.
—Pero... —protesté—está Angus.
—Angus no es tu problema —se apresuró a decir Sara—, si le gustas a Clara, será ella la que tenga que decidir.
—Y sopesar si eso supone o no un problema —completó Raquel—. Tú vete a lo tuyo, y cada palo que aguante su vela.
¿Ves? A eso no te enseña nadie, al contrario, el bienestar ajeno siempre debe estar por encima del tuyo. Como esa lección la tengo muy bien aprendida, la posibilidad de perjudicar a Angus, pasó a constituir un verdadero problema para mi conciencia. Problema y coartada, que me servían para disfrazar mi inseguridad respecto a mis posibilidades reales de seducir a Clara.
Un poquitín más de seguridad, un nivel de autoestima aceptable, me hubieran permitido ver, desde el primer momento, que era Clara quien intentaba conquistarme y que yo sólo tenía que darle un empujoncito, para que se decidiera a declararme sus intenciones. Un poco más de perspicacia me hubiera permitido interpretar sus señales de forma más objetiva, pero, como me ha ocurrido en tantas ocasiones, sólo vi lo que quise ver, o lo que es lo mismo, me convencí de que Clara era una tímida redomada, aunque, eso sí, su timidez no le impedía insinuarse a la primera oportunidad o sobarme en cuanto podía, animada por la cantidad de copas que consumíamos en aquellas noches interminables.
La verdad es que lo pasábamos estupendamente las tres, o las cuatro, porque Carmen solía apuntarse, cuando cerraba el bar, aprovechando que su novia se levantaba tempranísimo y no podía trasnochar.
No recuerdo haberme reído tanto como una vez que a Clara se le ocurrió jugar al Y a ti, ¿qué te pone?
Nos habíamos pasado la noche en el Frida, esperando que Carmen terminara de trabajar, para asistir a la fiesta del fresón con cava, que Toñi, una antigua conocida nuestra, propietaria del Ártico, uno de los after hours más frecuentados de nuestra ciudad, organizaba en su bar, con el ánimo de adelantar el horario de su parroquia.
Debían ser algo más de las tres de la mañana cuando llegamos al Ártico que, como suele ocurrir en esas ocasiones, estaba de bote en bote. Nada más entrar, Clara, cogió un par de fresones, de uno de los numerosos cuencos de la barra, y dos copas de cava. Mordió uno y me ofreció la otra mitad. Hizo lo mismo con el otro, introdujo los trozos en las copas y brindó conmigo, bajo la atenta mirada de Angus. Me azaré. Ni las tres copas que me había tomado en el Frida, fueron capaces de impedir que me afectara una parálisis de tamañas proporciones. Menos mal que Clara, haciendo gala de un perfecto dominio de la situación, tomó las riendas y propuso que iniciáramos el juego declarando, por orden, nuestras preferencias.
—Empieza tú, que eres la mayor —me dijo.
Como siempre me ha dado un poco de vergüenza airear mis fantasías sexuales, opté por señalar algo que no me comprometiera mucho.
—Los escotes —dije pensando directamente en el suyo—, me ponen mucho los escotes.
—¿Alguno en particular? —preguntó con picardía.
Tendría que haberme arriesgado y contestarle «el tuyo, bombonazo», pero me contuve y opté por un «en general», más aséptico, que no me comprometiera ante Angus, sobre todo. Ella no se cortó.
—Pues a mí, lo que más me pone son las intelectuales, y si son cuarentonas, mejor que mejor.
¡Toma!, la primera, en la frente. Aún me quedaban unos días para cumplir los cuarenta, pero he cargado con sambenito de intelectual desde que una de mis íntimas amigas de la facultad, me bautizó con el cariñoso apodo de Rata de Biblioteca que, con el tiempo, y gracias al gracejo de Carmen y su habilidad para adjudicar motes, se convirtió en Ana Larousse.
—Pues a mí —dijo Angus—, lo que más me pone son unos buenos pezones —y añadió, mirando a Clara con arrebatada pasión—, como los tuyos, cariño.
—Coincidimos —corroboró Carmen.
—¿También te gustan los pezones de mi novia?—preguntó Angus guiñándole un ojo.
—Eso no vale —protestó Clara, que se había constituido en jueza del certamen—. Aquí cada una tiene que decir algo diferente.
—Pues, unas buenas tetas —insistió Carmen, que quería dejar bien claro cuáles eran sus preferencias.
—Eso le pone a cualquiera —comentó Angus, metida de lleno en el juego—. Hay que arriesgar un poco más. A mí, me pone muchísimo la ropa interior negra, sobre todo si es con tanga.
—Sin embargo yo, prefiero el algodón blanco —puntualizó Clara.
Van dos, pensé para mis adentros. No hacía mucho que habíamos tocado el tema y yo les había mencionado que echaba de menos, entre mi lencería, un conjunto negro, más sexi de los que acostumbraba a usar.
—A mí —continuó Carmen, decidida a subir el tono—, lo que de verdad me pone son los ascensores, y si son de cristal transparente, mejor que mejor. Una de mis fantasías favoritas tiene lugar en el ascensor de un hotel, con todo el mundo esperando en la planta baja, mientras yo me lo hago con una desconocida.
—Yo prefiero una alfombra frente a la chimenea —aseguré, dispuesta a impedir que nos lanzáramos a una espiral morbosa.
—¡Qué romántico! —se burló Clara—Resulta mucho más divertido en público, aunque yo, prefiero la mesa de un despacho, sobre todo, si es de cristal y aluminio.
Tres. La única vez que había estado en mi casa, había alabado mi buen gusto al escoge la mesa del estudio. Agradecí al cielo que Angus no hubiera estado y desconociera ese detalle.
A partir de ese momento, las declaraciones adquirieron la calificación de Triple X, que no voy a reproducir, por no atentar contra la sensibilidad de las posibles lectoras. Pero me veo en la obligación de señalar, que un noventa por ciento de las preferencias de Clara, fueron alusivas a mi persona. El otro diez por ciento, si no logró escandalizarme, estuvo muy cerca.
¿Debería haberme dado por enterada y haber aprovechado la ocasión para, en un momento en el que Carmen y Angus se dedicaron a hablar de sus cosas, facilitarle el camino a Clara? Seguramente sí, pero no fui capaz.
—Tú es que pareces tonta —me recriminó Carmen, cuando le comenté mis sospechas—. Si, hasta yo, que no me entero de nada, me di cuenta de cómo te las estaba tirando...
—Pero, chica, Mari, estaba Angus delante...
—A tu edad deberías ser un poco más espabilada, guapa. Si te lanza todas las que te lanzó, sin importarle que su novia esté delante, es porque le trae al fresco su opinión. Y si a ella no le importa ¿por qué tiene que importarte a ti?
—Ya lo sé—reconocí apesadumbrada—, pero, ya sabes cómo soy.
—¿Una cobarde sin solución? Bueno —me concedió—, no te preocupes, me parece que las oportunidades no te van a faltar.
El ojo clínico de Carmen se mostró tan acertado como siempre. Una semana después se me presentó susodicha oportunidad, cómo no, en el Frida, cómo no a las tantas. Clara aprovechó un momento que Angus nos dejó solas para ir al baño, para preguntarme, mirándome como si quisiera leer mi pensamiento.
—¿Por qué nos pasamos las noches en la calle? Tú nunca has trasnochado tanto y ahora no hay quien te meta en casa antes de que amanezca.
Lo directo de la pregunta y la posibilidad de tener que responderle sinceramente, poniendo en evidencia mis sentimientos, lograron descolocarme.
—Podríamos decir lo mismo de ti —respondí para ganar tiempo.
—No es igual, Ana, yo siempre he salido hasta las tantas...
—Ya sabes que me gusta beber —reconocí—. Además, me lo paso estupendamente con vosotras y como estoy de vacaciones no tengo que preocuparme por el despertador.
—¿Estás segura de que no hay algo más? —insistió, sin que cediera ni un ápice la intensidad de su mirada.
Estuve en un tris de contestarle que el único motivo que me empujaba a pasarme las noches en vela, emborrachándome como un cosaco del Volga, era pasar el mayor tiempo posible con ella, pero mi cobardía y el temor a hacer el ridículo, me hicieron responder:
—¿Qué crees tú que hay?
—¿Por qué no te decides de una vez y acabamos con esta historia?
No me dio tiempo a preguntar a qué se refería, porque volvió Angus del baño y nos fuimos a tomar la siguiente al Batik-ano, donde nos dedicamos, como era habitual, a bailar pegadas —con Clara, por supuesto, que con Angus era otra cosa— y ella a sobarme todo lo que podía, sin que yo me atreviera a responder, como se merecía, a sus insinuaciones.
—No sé por qué tienes tantas dudas, Ana —me dijo Raquel, cuando las puse al corriente de los últimos acontecimientos—. Está claro que le atraes, pero, como ya imagino en qué actitud te pones, no se atreve a dar el primer paso.
—No estoy tan segura. A esta chica le gusta mucho jugar y me niego a entrar en esa dinámica.
—Y, si está jugando, ¿qué? Tampoco es tan malo. Es más —añadió—, por lo que cuentas, es lo mejor que te puede ocurrir. Ella tiene una relación estable que resiste todo lo que le echen encima, porque si no, hace tiempo que debería haberse acabado. A ti te gusta que te mueres, pero, no sólo no te atreves ni a insinuárselo, si no que, cuando ella se insinúa, te pones todo lo tiesa y distante que puedes, para quitarle toda esperanza. Así no vas a ningún sitio. ¿O no, Sara?
—Yo lo que veo es que te está pasando lo mismo que con Belén —dijo Sara—. Mucho coqueteo, muchas copas, muchas noches interminables y tú sigues sin resolver nada. Y lo que es peor, muriéndote de ganas de acostarte con ella.
Eso era verdad. Me estaba ocurriendo lo mismo que con Belén y lo mismo que con Bárbara, que me pasé un año cortejándola antes de decidirme a llevármela a la cama. El único detalle que distinguía ésta de la historia de Belén, era que yo me negaba a admitir que me había enamorado hasta los tuétanos. Primero porque Clara me daba miedo y, conociéndome como me conozco, temía convertirme en un juguete en sus manos; y segundo, los problemas de conciencia que suponía mi relativa amistad con Angus, me hacían recriminarme constantemente mi debilidad al haberme enamorado de una mujer que ya estaba comprometida.
—Arriésgate, Ana —insistió Raquel—. Y si luego resulta que es verdad lo que temes, que lo dudo, cierras capítulo, y a otra cosa.
—Tienes razón —admití—, tenía que haber aprovechado su pregunta del otro día para decirle claramente lo que siento. Ahora no sé cómo voy a hacerlo.
—¿Qué nos apostamos a que te lo vuelve a preguntar? —dijo Raquel— Y te lo digo muy seriamente, o le contestas lo que tienes que contestarle, o no vuelvas a hablarme de este asunto, que ya me tienes aburrida.
Efectivamente, tal y como previera Raquel, la oportunidad se me presentó al fin de semana siguiente. Como siempre, quedamos en el Frida, en esta ocasión después de cenar porque ellas tenían un compromiso.
Para evitar pasarme el día destrozándome el cerebro, quedé con Marina para jugar los dieciocho hoyos de nuestro club, a razón de los nueve primeros por la mañana y los nueve segundos después de comer. A las siete de la tarde, exhausta pero satisfecha de mis resultados en el campo y con la moral por las nubes, llegué a casa dispuesta a diseñar un perfecto plan de ataque, por si Clara, contradiciendo las previsiones de Raquel, no me repetía la pregunta que me diera pie a confesarle mis sentimientos.
Metida en la bañera, con el Concierto nº 2, para piano y orquesta, de Rachmaninoff de fondo, que siempre ha actuado en mí como un bálsamo, redacté mentalmente el diálogo al completo. Me puse una mascarilla. Peiné la melena, pinté el ojo, me vestí con lo mejorcito de mi guardarropa y, a las doce en punto, me instalé en el Frida, a esperar la llegada de las chicas, más nerviosa que una debutante.
Me dio tiempo a tomar dos copas, durante la tensa espera, porque aquella noche, mira tú por dónde, Clara y Angus se retrasaron más de lo normal. Carmen, detrás de la barra, intuyó mi nerviosismo y, cuando iba a pedirle la tercera me dijo:
—¡Huy!, se me olvidaba. Hace un rato que llamó Angus para avisarte de que no podían venir, por no sé qué complicaciones del bufete.
—¡No me jodas! —exclamé seriamente afectada.
—¿Qué pasa, tenías algún plan especial para hoy? —continuó, riéndose descaradamente en mi cara.
No respondí porque, en aquel mismo momento, vi la cabeza de Clara sobresalir entre las decenas de personas que atestaban el local. Miré a Carmen, que me guiñó un ojo con picardía, al tiempo que esbozaba una sonrisa de complicidad.
—Eres una guarra —dijo Clara, a modo de saludo, mientras me atraía hacia ella, para besarme morbosamente, muy cerca de la comisura de los labios—, me he pasado la tarde esperando que llamaras.
—Como ya habíamos quedado ayer... —me disculpé, más que afectada por la proximidad de su generoso escote.
—No intentes disculparme —continuó, sin quitar el brazo de mi cintura—. Si no te llamo yo, eres incapaz de descolgar el teléfono.
—¿Cómo es que llegáis tan tarde? —pregunté, para cambiar de tema.
—Porque hemos cenado con estas amigas —respondió señalando hacia donde se había quedado Angus, con un par de mujeres que no conocía—. Pero yo contaba contigo.
—¿Por qué no me has llamado tú? —quise saber, presintiendo que, a pesar de todo, no hubiera sido bien recibida en una cena de parejas.
—No cambies de tema. Te gusta hacerte de rogar, y punto.
Gracias a la intervención de Angus, que se acercó para presentarme a sus acompañantes, pude zafarme del apretado abrazo de Clara, que, para variar, había conseguido alterar hasta la última fibra de mi ser.
Fue gracias a esas amigas, que se dedicaron a hablar con Angus, como Clara consiguió hacer un aparte para, según había predicho Raquel, volver a plantearme la pregunta, esta vez con más insistencia.
—Bueno —me dijo muy seria—, tenemos una pregunta pendiente. ¿Quieres decirme, de una vez, por qué nos pasamos las noches en la calle? Porque eso de que te encanta beber y de que te lo pasas muy bien con nosotras, ya no cuela.
Hice acopio de todo el valor que pude encontrar, rebusqué en mi memoria la frase que tan cuidadosamente había preparado y le respondí:
—Lo hago para poder estar contigo.
—¿Conmigo? —preguntó, y supe que su sorpresa era auténtica.
—Sí —confirmé, y añadí, para no dejar lugar a dudas—, contigo, porque me gustas muchísimo.
Pude apreciar que mis palabras la habían afectado por el modo en que se bebió medio güisqui, antes de decir:
—Yo creí que la que te gustaba era Angus...
Esta si que es buena. O sea, piensa que la que me gusta es su novia y ella no para de coquetaer conmigo. ¿Cómo se come esto? En vez de trasladarle mis dudas y, de paso, soltarle un par de frescas, le dije:
—Ahora ya lo sabes. Puedes hacer lo que quieras con ello.
—Nada malo —me aseguró y desapareció entre la marabunta que llenaba el local.
Inmóvil, cual estatua de sal, y tan perpleja como puede suponerse ante una reacción de ese tipo, permanecí unos minutos, en la misma postura, sin saber a ciencia cierta a qué atenerme. ¿Qué significaba aquella espantada? ¿Tanto le había horrorizado mi declaración? Poniéndome en lo peor, que es lo que mejor sé hacer, me deprimí inmediatamente. Con la disculpa de lo tardío de la hora y el cansancio de los dieciocho hoyos jugados durante la tarde, abandoné el bar de Carmen, sin esperar el regreso de Clara, para llorar mi desgracia en la soledad de mi hogar y proporcionarme una buena sesión de autocompasión.
Sí, había hecho el ridículo más espantoso. Y lo que era peor, sus coqueteos no iban dirigidos a mí, sino a evitar que me liara su novia. ¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¿Cómo no había sido capaz de adivinar sus verdaderas intenciones? Por eso me había dicho aquel “decídete de una vez y acabemos cuanto antes”, que no había logrado procesar en su momento.
Me sentí tan desdichada que me negué a salir de casa y a ver a nadie en tres días. Alterné el ordenador, intentando superar mi propio record del Tetrix, con varias películas que me permitieran llorar a moco tendido, hasta agotar la última de mis lágrimas. La buena estrella, Los puentes de Madison, El Club de la buena estrella, y E.T., por ese orden, me permitieron descargar toda la tristeza que aplastaba mi alma como una losa.
A los dos días me encontraba bastante recuperada. La proximidad de mi cumpleaños me facilitó la tarea de volver a mis cabales y dejar la autocompasión para fechas menos significativas. Me obligué a ver la parte positiva del asunto diciéndome que era preferible que la historia hubiera acabado antes de empezar. Así tendría la oportunidad de estrenar década sin lastre alguno. Sola, pero tranquila.
Preparé con cuidado el paso de los treinta y nueve a los cuarenta. Metí una bolsa de palomitas en el microondas y escogí Amanece, que no es poco, con la sana intención de realizar tan importante trámite con la sonrisa en los labios y el ánimo en alza.
A las doce en punto sonó el teléfono. Al otro lado del hilo, dos voces conocidas, entonaron al unísono el cumpleaños feliz. Estuve a punto de atragantarme con las palomitas que no me había dado tiempo a tragar antes de levantar el auricular.
—¿Qué tal te sientan los cuarenta? —preguntó Clara, haciéndose cargo del aparato.
—No me habéis dado tiempo —respondí, procurando disimular la conmoción.
—¿No me digas que pensabas quedarte en casa, precisamente esta noche?
No respondí, pero tampoco me dio la oportunidad porque añadió:
—Te esperamos en el Cristian-dos, no tardes.
No hubiera hecho falta que lo dijera. En cuanto colgué, me metí en la ducha, me bañé en mi colonia favorita, escogí un modelo favorecedor, pedí un taxi y, antes de media hora, me encontraba brindando con las chicas con una botella de cava. Ellas, que habían empezado la fiesta sin esperarme, ya tenían un puntito gracioso. Nos reímos muchísimo. Bailamos todas las horteradas con las que el pincha tuvo a bien obsequiarnos, incluidas varias joyas de los setenta y alguno que otro tema lento, que Clara me dedicó.
Aprovechando la ausencia de Angus, Clara se abrazó a mí y me susurró al oído:
—¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste sola?
No esperaba ni el abrazo ni la pregunta, pero salté, como empujada por un resorte.
—Fuiste tú la que me dejó plantada, en medio del bar, si no recuerdo mal.
—Pero volví, y ya no estabas.
—Y, ¿ qué querías que hiciera? Me dejaste con la palabra en la boca, sin saber qué hacer ni qué pensar.
—Salí a buscarte —continuó—, cuando me dijeron que te habías ido, salí detrás de ti, casi llegué a tu casa.
—Podías haber llegado del todo….
—Hubiera preferido que te quedaras conmigo y me dieras tiempo a reaccionar —y añadió dolida—, estaba convencida de que era Angus la que te gustaba, como siempre hablas más con ella que conmigo...
—Porque tú no paras de coquetear ni un minuto con todas las que se te ponen a tiro—le recordé.
—Lo hago para llamar tu atención —confesó.
Angus volvió del baño y, como nos ocurriera en tantas ocasiones, dejamos la conversación a medias y volvimos a la barra. Tuve que sujetarme al taburete para no salir volando de la emoción. Sí, era cierto, ella también se había fijado en mí. No, no había hecho el ridículo declarándome. Sentí que era el mejor regalo de cumpleaños que pudiera tener y me dediqué a beber todo el cava que pude para celebrarlo.
Pero la noche, aún me deparaba otra sorpresa. Esta vez fue Angus quien, aprovechando una ausencia de Clara, se sentó frente a mí y me dijo, muy seria:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Desde luego. Que te la responda o no, es otra cosa —contesté con ese desparpajo que proporcionaba el nivel etílico que ya había adquirido—. Que ,sí mujer, que sí —tuve que matizarle al observar su cara de desconcierto—, que te contesto.
—A ti te gusta Clara, ¿verdad?
¡Vamos, no me jodas! ¿Se habrían puesto de acuerdo para tirarme de la lengua?
—¿Y a ti?
—¡Es mi novia! —exclamó ofendida.
—Pues eso, Angus, pues eso. Es tu novia, así que lo que yo pueda sentir, o dejar de sentir por ella, perdóname, no tiene la menor relevancia.
—O sea, que te gusta.
—Realmente, Angus, ¿qué importancia tiene lo que yo sienta?
—Lo que tú sientas, no lo sé, lo que ella siente por ti, mucha.
Como ya he comentado los nocivos efectos que la culpabilidad tiene sobre mi existencia no voy a incidir más en el tema, pero he de constatar que la declaración de Angus me dejó fuera de combate. No tardé ni diez minutos en despedirme de ellas. Una vez en casa me dediqué a rumiar los acontecimientos de la noche. Me recriminé mil veces por haberme enamorado de Clara. Me sentí culpable. Mala, retorcida y culpable. Esa culpabilidad me impidió darme cuenta, hasta bastante avanzado el asunto, del papel que jugaba en su relación y hasta que punto Angus se apoyaba en mí para demostrar, una vez más, que Clara no era una persona digna de confianza, que ella estaba totalmente entregada a la causa de aquella relación con una abnegación digna de encomio y que el inmenso amor que sentía por ella era suficiente para resignarse al sufrimiento que conllevaba estar unida a una esposa infiel e inestable. ¿Cómo aumentar aún más su sufrimiento?
Al día siguiente decidí darle unas merecidas vacaciones a Loli y, de paso, huir de la quema. No sería yo quien forzara ninguna situación. No sería yo la que se metiera en medio de una pareja, por mucho que Clara se me insinuara a la menor ocasión. Si realmente le interesaba, que se mojara ella.
En esta ocasión, como en muchas otras opté, después de haber consultado mi futuro sentimental al Tarot y al I Ching —que es lo que tenemos las esotéricas, que no damos un paso sin haber consultado uno o varios oráculos—, opté por una retirada prudente que me permitiera reorganizar las ideas. Con la excusa de la Semana Santa, corrí a refugiarme en los amorosos brazos de Marta, aún a costa de soportar los sarcasmos de Pelayo, muy acertados, casi siempre.
—Bienvenida al refugio —fue el saludo de mi amigo— ¿Qué nuevo descalabro amoroso te trae por aquí?
—¡Pelayo! —exclamó Marta, ofendiéndose por mí— No empieces, déjala en paz.
—No te preocupes —afirmé, sonriendo—, en esta ocasión aún no tenemos descalabro.
Los puse al corriente de las últimas novedades durante la cena. De las novedades, de las dudas, de los cargos de conciencia, de la inseguridad..., en fin, de todas las trabas que suelo ponerme a mí misma en cuanto siento que el amor llama a mi puerta.
—Por si lo dudabas —dijo Marta, cuando nos quedamos solas frente a la chimenea—, a esa chica le gustas, y mucho. Pero el handicap de esa novia eterna me parece un escollo difícil de salvar.
—Me da igual su novia —afirmé rotunda—. No tengo ninguna intención de casarme, de momento.
—Ya me conozco tus intenciones momentáneas —respondió ella, que me conoce como pocas personas en este mundo—. Empiezas a lo tonto, como te pasó con Belén, y terminas enamorándote como una quinceañera.
—Eso no te lo discuto, pero no creo que Clara quiera arriesgar su matrimonio por mí.
—Ya lo ha arriesgado antes —manifestó—. Y nada menos que con Viky y con Güendy, sucesivamente. Mira —añadió con un gesto de desagrado—, eso es lo que menos me gusta de ella, porque a la otra no la conozco, pero Güendy, como sabes por propia experiencia, es un mal bicho.
—Por eso, Marta, por eso. Después de los follones que tuvieron con ese par, no creo que Clara tenga ganas de más historias.
—Si no las tuviera —me corrigió—, no se comportaría así contigo. De todas formas, Ana, ¿cuál es el verdadero problema? Sabes perfectamente lo que esa chica siente por ti, pero no estás dispuesta a aceptar que es así. No tienes la suficiente confianza en ti misma como para reconocer que por muy atractiva que sea ella, que no dudo que lo sea, pueda fijarse en alguien como tú y por eso te buscas disculpas y más disculpas para no arriesgarte. Por favor, Ana —continuó sin dejarme intervenir—, que ya no eres una adolescente... Si ella se ha fijado en ti es porque algo habrá encontrado en ti que la atraiga, ¿no crees?
Los certeros comentarios de Marta influyeron positivamente en mi ánimo. Era cierto, Clara me hacía sentirme insegura y buscaba disculpas para no tener que aceptar las evidencias, para no tener que arriesgarme, como me pasaba siempre.
—No seas tonta —me dijo cuando le comuniqué mis reticencias respecto a Angus—. Si la atracción es mutua no te pongas a pensar en el daño que puedas hacerle a Angus, eso no es cosa tuya, si no de Clara, y de la propia Angus que, por lo que parece, sigue empeñada en esa relación, a pesar de lo mucho que se queja de ella.
Marta tenía razón. Angus no era cosa mía. Ni era mi amiga ni yo tenía porque implicarme en sus problemas, pero era a mí a quien Angus había confiado su desesperación cuando Güendy irrumpió en sus vidas y eso me traía muchos quebraderos de cabeza.
—Es que —protesté—, lo ha pasado fatal. La historieta entre Güendy y Clara fue muy fuerte, y muy desquiciante para las dos. Ya sabes cómo es de intensa.
—Eso te pasa por meterte a redentora —exclamó Marta indignada—. ¿Cuándo aprenderás, Anita, cuándo aprenderás? Porque, vamos a ver, ¿a quién se le ocurre convertirse en confidente de una rival?
—Cuando la escuché por primera vez no éramos rivales —protesté débilmente—, es más, apenas nos conocíamos, ya lo sabes.
—Y menos —continuó haciendo caso omiso a mis palabras— tratándose de Güendy. ¡Joder, Ana! ¿Qué os da?
Eso mismo me preguntaba yo, a pesar de reconocer que había estado enamorada de ella hasta las trancas.
—Siempre busca personalidades débiles como la mía —reconocí—, con la autoestima por los suelos, y demasiado necesitadas de cariño y atención. Pero —añadí —, hay que reconocérselo, maneja como nadie el arte de la seducción.
—Pero, mira, no sedujo a Angus que será muy mona y muy interesante, pero no tiene ni el dinero ni las conexiones de Clara —objetó—. De todas formas, la que lleva ahí la voz cantante, es Clara.
—Y Angus lo sufre, como me pasaba a mí con Bárbara.
—¡Déjate de tonterías! Como te solidarices con Angus, estás perdida, Anita —me advirtió muy seria—. Me permito recordarte que nadie se mete donde no quiere y que nunca es la tercera persona la que llega a estropear nada. Como te pasó a ti con Bárbara, cuando se busca fuera, es que lo que se tiene en casa, por lo que sea, ya no te llena.
No me quedó más remedio que aceptar sus argumentos. Y recordar una frase con la que Pelayo, en un intento de ayudarme a salir del marasmo en el que me encontraba a raíz de mi separación matrimonial, había conseguido remover todos mis cimientos. «Mírate —me había dicho—. ¿En qué te has convertido? ¿Qué puedes ofrecerle a Bárbara para que continúe a tu lado? Nada.» «Mi fidelidad y mi entrega —había respondido, convencida de que aquellas eran virtudes de innegable valor— ¿Te parece poco?» «Nada, Ana —me contestó—, eso no vale nada. La abnegación sólo hace que la otra persona se sienta culpable y huya. Mira dentro de ti y busca la persona que fuiste antes de convertirte en la esposa perfecta, aburrida y plañidera».
¡Cuánto maldije entonces sus palabras¡ Y cuánto tuve que agradecerle después, cuando fui capaz de observarme a mí misma con un mínimo de objetividad, que me hubiera abierto los ojos de aquella manera.
—Tú —continuó Marta—, vete a lo tuyo y olvídate de Angus. Que Clara, si tanto valora su matrimonio, se ocupe de ella.
Pasé la semana como en una nube. Evoqué todos los momentos que había pasado con Clara. Analicé una por una sus palabras, sus gestos, sus insinuaciones, para terminar deduciendo que sí, que quería vivir aquel amor, a costa de lo que fuera.
El domingo de Resurrección, a media tarde, sonó el móvil. Era Clara.
—¿Se puede saber dónde estás? Llevamos toda la semana llamándote a casa.
—Relajándome en la costa —respondí, fastidiada por el plural.
—¿Cuándo piensas volver? —preguntó, con cierta inquietud.
—Aún no lo he decidido. Me apetece aprovechar los últimos días de asueto al aire libre. Que luego tengo que ponerme a trabajar todo lo que no he trabajado en estos meses y me esperan muchas horas de encierro.
—Entonces nos vamos a cenar contigo esta noche —ella, como siempre, tan decidida.
Y cenamos. Ni el marisco ni el vino lograron romper la tensión del reencuentro. Angus, que tenía muy bien preparado el tema que le interesaba tocar, hizo una declaración de intenciones digna de encomio, que Clara suscribió con un discreto silencio. El sacrosanto matrimonio, el valor de los compromisos adquiridos, la fidelidad...
Mientras Angus desgranaba sus teorías, haciendo una defensa a ultranza de aquello en lo que se sustentaba su propia seguridad, recordé un fragmento de un libro que solía recomendar en mis tiempos de psicóloga clínica que, en el capítulo dedicado a los deberes decía: “Considere el valor el matrimonio debe ser para siempre. Como regla que rige la conducta no es realista: no se basa en resultados. No tiene en cuenta el hecho de que la lucha por mantener un compromiso matrimonial puede hacerle a usted y a su cónyuge infelices, con tal de no divorciarse. La regla el matrimonio debe ser para siempre se basa en el principio inflexible de que el matrimonio es el supremo bien. Su felicidad es irrelevante. Su dolor es irrelevante. Todo lo que cuenta es hacer lo correcto».
Efectivamente, lo que cuenta es hacer lo correcto. Lo correcto para una misma.
No le entré al trapo a Angus, que recitaba su lección como para un examen. Preferí callarme lo que pensaba, al menos hasta que volviera a quejarse del sufrimiento que le causaban las infidelidades de su señora. Entonces, sí que me iba a oír. No obstante, y como no quería dar pávulo a sus fundadas sospechas, prefería tranquilizarla. Le aseguré que me encontraba muy feliz en mi actual estado y que no deseaba complicarme la vida embarcándome en ningún tipo de aventura amorosa que, recalqué, me distraería del ímprobo trabajo que me esperaba a la vuelta de los meses sabáticos que me había concedido. En mi fuero interno, decidí esperar acontecimientos.
Tal y como había supuesto, las propuestas de trabajo se apilaban sobre la mesa de mi estudio. La traducción de un nuevo manual del psicólogo canadiense en el que me había especializado, me obligó a ponerme las pilas y a encerrarme en casa para poder asistir a un curso sobre la psicología de fantasía, que tendrían lugar en Madrid dos semanas después de mi vuelta a la normalidad.
Bendije a mi padre por su buen criterio al proporcionarme una educación bilingüe y a mi agencia por confiarme reiteradamente las traducciones del mismo autor, a quien he llegado a conocer tanto que apenas me supone esfuerzo verter sus obras al castellano, con la economía de tiempo que ello me supone.
Durante aquellas tres semanas, apenas tuve noticias del mundo exterior. Vi a las chicas un par de veces, casi de pasada, en el Frida, en las dos únicas ocasiones en las que me permití salir a cenar con Antón y Belén, por un lado y Violeta, por otro. Pero hablé mucho con Carmen, por teléfono.
—Mucho me extraña —me dijo Carmen, en una de aquellas ocasiones—, que dedicándote a lo que te dedicas y aconsejando como nos aconsejas a las demás, tengas tantas dudas sobre tus asuntos.
—Ya sabes —le respondí resignada, consciente de mi paradójica realidad—, En casa del herrero...
—Déjate de refranes y ponte a ello —me aconsejó—. Por lo que llevo viendo, no hay ninguna duda de que le interesas a Clara mucho más de lo que tú te crees. Si no hay más que verla, cuando venís juntas, que no te deja ni a sol ni a sombra.
—Por eso no ha dejado de llamarme en todo este tiempo —objeté, sarcástica.
—Llámala tú. Bastante tiene ella con el control exhaustivo al que la somete Angus.
—Otras veces, cuando le interesó, llamó, con o sin Angus.
—Desde luego, Anita, qué cómoda eres. No te la juegas así te piquen. Fíjate lo que te digo, yo creo que no te gusta tanto como quieres hacerme creer.
—¡Qué sí! —protesté indignada por la duda— Lo que pasa es que, como metí la pata con Angus, ahora no sé qué hacer.
—Si te interesa, ya encontrarás la forma —me aseguró.
Y la encontré, vaya si la encontré. A mi regreso de Madrid, como hago siempre, corrí a reencontrarme con el mar. Un paseo por la playa, sintiendo el agua del mar y la arena bajo mis pies, han tenido siempre la virtud de sosegar mi ánimo y recargar mis gastadas energías. La tarde amenazaba lluvia. Negros nubarrones oscurecían el cielo, mientras que la ausencia de viento proporcionaba una tensa calma al ambiente y a las olas, que llegaban mansas hasta la orilla. Pasadas resacas habían llenado la marca de la última marea de los más diversos objetos, incluidos grandes troncos y un sinnúmero de piedras de todas las clases y tamaños, convirtiéndola en un variopinto muestrario.
Aquel día, quizás porque no pude apartar a Clara de mis pensamientos, el paseo tuvo un efecto contrario en mí. El recuerdo de su sonrisa, del tacto de su piel, de su olor, me llenaron de melancolía. Pensé que nunca sería capaz de enfrentarme a las circunstancias que parecían atarla Angus, que me faltaba valor para luchar, contra aquel matrimonio que ella definía como indisoluble y del que, con su actitud, renegaba constantemente. Ni tan siquiera me encontraba con fuerzas para pensar en mí y olvidarme de todo lo que no tuviera que ver directamente con Clara y conmigo. La melancolía dio paso a la tristeza y sentí las lágrimas aflorar a mis ojos. Me paré un momento contemplando el horizonte gris plomo. Me sentí sin fuerzas, derrotada. Tanto, que me dejé caer sobre la arena para llorar a gusto. Fue entonces cuando reparé en una de las muchas piedras que dibujaban la sinuosa curva dejada por la marea. Tenía la forma exacta de un corazón. Un pétreo y diminuto corazón. La cogí y la apreté en mi mano, convencida de que era la señal que estaba esperando para no rendirme. Esa pequeña piedra, desgastada y rota, en cuya superficie se dibujaba, de forma tan precisa, un corazón, sería la disculpa que me acercaría a Clara.
Volví a casa por el carril izquierdo de la autopista, espoleada por el contacto de la piedrecilla que había guardado en el bolso del pantalón. Me senté ante el ordenador y redacté una romántica carta, más propia de una adolescente que de una persona hecha y derecha, en la que explicaba las circunstancias de mi hallazgo y el significado que le atribuía. Estaba segura de que Clara, con quien había hablado muchas veces de estos temas esotéricos, compartiría conmigo la importancia de lo que yo había interpretado una señal del cielo. Busqué una caja que se adecuara al tamaño de mi regalo, deposité en ella la piedra, protegiéndola con algodón y la envolví con todo el primor de que fui capaz. Llamé a Carmen.
—¿Que qué me parece? —me respondió ella, mucho más práctica que yo— Que si quieres saber el efecto que tiene sobre ella, no se la mandes, llámala por teléfono y dásela en persona.
Destruí la copia de la carta, deshice el paquete, me metí la piedra en el bolso del pantalón y marqué el número del bufete. Milagrosamente ni se hallaba hablando por la otra línea ni estaba ocupada con ningún cliente y se encontraba de un humor excelente. Sorprendida, según dijo, muy agradablemente por mi llamada, escuchó lo que tenía que decirle al respecto de la piedrecilla sin hacer el mínimo comentario. No pude calibrar el efecto de mi declaración porque la llegada de un cliente nos obligó a interrumpir la conversación con el socorrido «Ya nos llamamos», pero colgué muy satisfecha de mí misma y segura de haber dado el paso adecuado.
Con el ánimo elevado bastantes enteros, me dispuse a traducir uno de los artículos que tenía pendientes. A eso de las doce llamó Carmen.
—Me veo en la obligación de darte una mala noticia, Anita querida —dijo a modo de saludo, con un tono que no me gustó nada.
—No me asustes —pedí, intuyendo que se trataba de algo muy negativo para mis intereses.
—Acaban de irse Angus y Clara —aclaró rápidamente para no alargar más la intriga—. Nos hemos pasado la noche hablando de ti.
—Vaya —dije sin sorprenderme mucho por su revelación—. ¿Y?
—Pues que me parece que la jugada de la piedra te ha salido fatal. Clara estaba bastante ofendida por tu atrevimiento y confesó no entender a qué se debía tu llamada y el interés por regalarle algo que no tiene nada que ver con ella.
¡Mierda! ¿A qué coño estaba jugando aquella estúpida? ¿Quién le daba derecho a ponerme en evidencia ante Angus y Carmen?
—¿Quieres decir que Angus sabe lo de la piedrecita? —pregunté indignada.
—¿Tú qué crees?
No respondí. El hecho de que se discutieran mis asuntos en comandita me produjo tal grado de indignación que preferí guardar silencio, antes que poner verde a Carmen por haber entrado al trapo.
—Lo siento, Mari, pero me parece que no tienes nada que hacer.
—Eso ya lo veremos —contesté decidida—. Lo que me ha pasado entre nosotras durante estos dos meses, no tiene más que un significado, bien lo sabes, que has sido testiga. Que ahora quiera cubrirse las espaldas con Angus, cargándome con toda la responsabilidad, me parece muy poco digno y bastante cobarde, eso, por lo suave.
—Ya, chica, pero una cosa es coquetear y otra jugarse el matrimonio.
Comprendí que las palabras de Carmen encerraban una gran sabiduría, así como una realidad que no me era ajena. Maldije mi suerte por haber caído, una vez más, en aquel tipo de juego.
—Pero ya le dije —continuó— que mejor lo aclaraba contigo, porque no se puede ir por ahí metiendo morbos, para luego agarrarse al tan manido donde dije digo, dije Diego.
Agradecí a mi amiga su valioso gesto y me despedí asegurándole que la tendría al corriente de cualquier novedad.
No es que estuviera enfadada, no. Colgué el teléfono indignada conmigo misma, por haber caído en sus redes, declarándole mis intenciones, y con aquella sinsustancia que se había pasado casi dos meses coqueteando conmigo, para luego publicar que yo tenía una imaginación desbordante y que todo su juego carecía de significado. Me juré a mí misma que, en cuanto le echara la vista encima, iba a enterarse de quién era Ana Coreta. Para obligarme a no darle más vueltas al asunto, volví a mi trabajo con renovadas energías. A la una en punto sonó el timbre de la puerta.
Todos mis sistemas de alarma se dispararon al unísono, acompañados por una fuerte descarga de adrenalina que convirtió mi corazón en un potro desbocado y mi estómago en una coctelera.
—Hola, soy Clara. ¿Puedo subir?
Accioné el interruptor sin responder y aguardé la llegada del ascensor, intentando acallar el coro enloquecido que atronaba mi cerebro.
—¿No estarías acostada? —preguntó, a pesar de que mi atuendo indicaba claramente que esa posibilidad era nula, a no ser que, entre mis extrañas costumbres, se incluyera la de dormir vestida.
—Pues no —respondí con cierto retintín.
—¿Me invitas a una copa?
—Claro. ¿Qué te apetece?
Serví dos güisquis con hielo y agua intentando adivinar los motivos de su visita a aquellas horas de la noche. Si mi ánimo no se hubiera hallado en semejante estado de alteración, podría haber leído las señales de su nerviosismo. Eso me hubiera ayudado a tranquilizarme y afrontar con ciertas garantías de éxito al toma y daca al que me sometió desde el primer momento. Pero cuando una es como es y tiene delante al objeto de su deseo, de nada sirve la experiencia ni los años ni lo mucho que se ha leído ni nada de nada. Los recursos se quedan a cero y sólo cabe esperar que la magnificencia de tu contrincante te evite una vergonzante derrota
—¿Qué quieres de mí, Ana? —preguntó mirándome fijamente, en cuanto apuró el primer sorbo, sentada en el borde del sofá.
Entre las, por lo menos, ciento cincuenta formas de iniciar la conversación que había imaginado mientras esperaba a que se decidiera a hablar, la única que no había previsto era aquella: directa, contundente, agresiva. Justo lo que necesitaba para terminar de descolocarme. Intenté ganar tiempo.
—¿A qué te refieres?
—Vamos, Ana —respondió con un gesto cargado de ironía.
Aún no sé como conseguí encontrar el suficiente valor para un contraataque digno.
—Tienes razón. Ambas sabemos a qué te estás refiriendo —acepté haciendo gala de una seguridad muy lejana a la realidad—, pero, creo que esa pregunta me corresponde hacerla a mí. Tú —recalqué el tú— eres la que has venido a mi casa a una hora bastante intempestiva, así que comprenderás que sea yo quien quiera saber qué es lo que pretendes.
—De acuerdo —admitió—. He venido porque tenemos que hablar.
La interrogué con la mirada.
—Me parece —continuó— que ha habido un mal entendido entre nosotras y quiero aclararlo.
Me puse en guardia, no sólo porque Carmen me hubiera puesto en antecedentes de la conversación que habían mantenido, sino porque la cuestión del malentendido me sonó mucho peor que mal.
—Creo que te has confundido conmigo —declaró muy seria—. No sé que te ha hecho pensar que entre tú y yo podría haber algo más que una simple amistad.
—¿No me digas? —pregunté sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—En ningún momento te he dado pie para que pensaras que me interesabas más allá de eso.
¡Hay que joderse!, pensé buscando en mi cabeza una respuesta digna de tal desfachatez.
—Si tú llamas no dar pie a pasarte dos meses coqueteando conmigo, insinuándote sin ambages y metiéndome mano a la menor oportunidad, entonces sí, te he interpretado mal.
Encendió un pitillo antes de responder.
—Yo no he coqueteado contigo, Ana. Si no recuerdo mal, fuiste tú quien se declaró. Lo único que he hecho es ser cariñosa contigo, como lo soy con todo el mundo. Nada más.
Lo que me faltaba, que se me repitiera la historia por tercera vez consecutiva. Estaba visto que no había otra más torpe que yo, que confundía las muestras de amistad pura y dura con descarados coqueteos. Me indigné. Vaya si me indigné.
—De acuerdo —admití—, he cometido un error.
—Pero no pasa nada —me interrumpió—, no te preocupes. Podemos seguir siendo amigas.
¡Ah, no! Eso sí que no.
—Lo siento—dije procurando controlar la rabia—, el cupo de mis amistades lo tengo cubierto. Me parece que te dejé muy claro que no era, precisamente, una amistad lo que yo pretendía tener contigo y como parece que eso no es posible, no quiero nada más de ti.
Tuve la impresión de haber dado en el blanco porque el gesto de displicencia, con el que me había obsequiado desde su llegada, dio paso a otro menos altivo.
—No te entiendo —dijo—. ¿Es que no lo hemos pasado muy bien juntas?
—Por supuesto —reconocí sin abandonar mi actitud—. Me he divertido mucho con vosotras —hice especial hincapié en el vosotras— y, probablemente, podamos repetirlo en un futuro, cuando ya no sienta nada por ti; pero, de momento, hasta aquí hemos llegado.
—¿Por qué no podemos ser amigas? —insistió.
—Porque me gustas, Clara, porque me gustas mucho, pero, como también es evidente que mis deseos no coinciden con los tuyos, así que no tenemos nada más que hablar.
—¿Me estás echando de tu casa? —preguntó, aparentemente muy afectada.
—Si prefieres llamarlo así —respondí deseando realmente que se fuera y me dejara sola.
—Pues lo siento, pero no voy a irme hasta que aclaremos esto.
—No hay nada más que aclarar —dije decidida a zanjar la conversación, y de paso aquella historia absurda, lo antes posible—. Me has dicho que me he equivocado contigo, que te he interpretado mal, en otras palabras, que he cometido un terrible error. De acuerdo, lo admito, pero comprenderás que si lo he cometido, voy a solucionarlo a mi manera. Y la única manera que entiendo es que tú sigas por tu camino, yo por el mío y acabemos lo más rápidamente posible con esta farsa.
La miré fijamente esperando una respuesta acorde con la dureza de mis palabras. Una respuesta que me permitiera liberar la frustración y la rabia producidas por lo que consideraba un juego absurdo y cruel. Pero, contra todo pronóstico contemplé asombrada como sus ojos se llenaban de lágrimas al decirme:
—Siempre me pasa lo mismo. Todo el mundo me echa de su lado.
Completamente desarmada por una reacción que no esperaba, intenté acercarme a ella y consolarla. Me rechazó con un gesto, se levantó y se dirigió decidida a la puerta.
—No te vayas así —pedí—. Espera un poco.
—Déjalo, Ana, no pasa nada, estoy acostumbrada. Me tomaré unos cuantos güisquis y se me pasará.
—Como quieras —le dije, en un arranque de frialdad que me sorprendió a mí misma.
Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, me encontré en sus brazos.
—Te quiero —le confesé.
—¿Por qué te ha costado tanto decírmelo? —preguntó escondiendo la cabeza en mi cuello.
Aquella pregunta me dejó total y definitivamente descolocada. No hacía ni media hora que me había asegurado que, entre ella y yo sólo cabía una amistad y, de repente, me recriminaba por no haber sido capaz de confesarle mis auténticos sentimientos. Los últimos resquicios de cordura se esfumaron y me rendí sin condiciones a lo que interpreté como un signo inequívoco de su amor.
—Tenía miedo —admití, ya sin ningún reparo—. Miedo de que estuvieras jugando conmigo, de que sólo te divirtieras conquistándome para luego reírte de mis sentimientos.
—¿Cómo puedes decirme eso, Ana? Si he hecho lo imposible porque te fijaras en mí...
Bueno, vale, de acuerdo, no tuve en cuenta tamaña contradicción, es más, la obvié, obnubilada por el impacto de su declaración.
—Y porque tienes una pareja...
—Angus no tiene nada que ver en todo esto —me atajó, muy seria—, sólo nos incumbe a ti y a mí. Lo que siento por ella, lo que tengo con ella no va a cambiar.
¿Qué fue lo que me impidió procesar aquella última frase? ¿Cómo pude obviar la importancia capital de sus palabras? ¿Cómo pudieron nublarse mis sentidos hasta el punto de pasar por alto tal declaración? Sea como fuera, mis embotados sentidos no percibieron la luz de alarma que, sin ninguna duda, debió encenderse en algún punto de mi cerebro y pasé por alto el contenido último de su mensaje. Si no fuera como soy, si no hubiera tenido, desde siempre, esa absurda necesidad de amar y ser amada, a cualquier precio, podría haber reaccionado. Podría haber huido en aquel mismo momento. Podría haber salido corriendo sin mirar atrás y haberla olvidado. Podría haber hecho justo lo contrario de lo que hice, si hubiera sido capaz de reconocerme a mí misma hasta dónde me había calado su amor y lo que, de verdad, quería tener con ella. Pero no. Desoí la voz de la razón, me dejé llevar por el estruendo de los fuegos artificiales que acompañaron nuestro primer beso y la llevé, directamente, a la cama, no sin antes enviarle un mensaje al móvil de Loli advirtiéndole de que no fuera a trabajar a la mañana siguiente.
La primera noche que pasamos juntas no podría inscribirse en los anales de mi historia sexual. Estaba demasiado nerviosa, demasiado alterada para dejarme llevar por algo que no fuera la inmensa emoción que me produjo sentir — ¡por fin!— su cuerpo junto al mío. Había esperado tanto aquel momento, deseaba tanto poder abrazarla, que me hubiera conformado con besarla un millón de veces y permanecer a su lado simplemente sintiéndola.
Tal era mi turbación, que salí del baño en pijama. Ella, que me esperaba desnuda sobre la cama, no pudo evitar un comentario sarcástico, a la vez que me quitaba la camiseta y me ayudaba a deshacerme del pantalón sin despegar sus labios de mi cuerpo.
No puedo precisar el tiempo que dormimos aquella noche, pero fue muy poco. Apenas un par de horas para reponer fuerzas y volver a la carga hasta que, bien entrada la mañana, le confesé la necesidad imperiosa que tenía de tomarme un café y meter algo en el cuerpo que acallara las protestas de mi estómago.
Mientras ella llamaba al despacho para advertir que llegaría un poco tarde, preparé un abundante desayuno que le llevé a la cama.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —preguntó con una timidez que no se correspondía con la fogosidad de la que había hecho gala hasta hacía pocos momentos.
—Eso depende de ti —respondí deseando que aquella noche fuera sólo el principio la historia de amor que siempre había soñado —. Yo no tengo ningún compromiso, nada que me impida verte cada vez que nos apetezca.
—Por cierto, ¿dónde tienes esa piedra que querías darme?
Descubrir a Carmen me impidió responderle como hubiera deseado, así que rebusqué en los bolsillos del pantalón y se la di.
—Puedes tirarla si quieres —dije sin poder evitar un cierto tono de acritud—. Cuando la encontré pensé que nos traería suerte, pero...
—Y nos la ha traído —afirmó besándome—. Si no hubiera sido por ella, quizás no hubiéramos compartido esta noche. Y no, no pienso deshacerme de ella, será mi talismán.
Cuando se fue, sólo tuve fuerzas para quedarme en la cama, repasando uno por uno los intensos momentos que habíamos vivido, empapándome con su olor, impregnado en las sábanas, deseando retener en la memoria cada una de las sensaciones vividas, soñando con volver a tenerla a mi lado.
Un par de horas después sonó el teléfono.
—No puedo dejar de pensar en ti —afirmó sin más preámbulos—. Necesito volver a verte. ¿Me invitas a tomar el café?
Apenas me tuve tiempo de darme una ducha y preparar la bandeja, cuando ya la tenía otra vez en casa, dispuesta a retomar el asunto donde lo habíamos dejado.
—Sólo tengo una hora —dijo antes de besarme y despojarme del modelín que había elegido tan cuidadosamente— y no quiero desperdiciar ni un momento.
De nuevo deshicimos la cama, entregadas a un frenesí sexual de proporciones indescriptibles, que nos dejó definitivamente exhaustas.
—Me encantaría quedarme contigo toda la tarde —confesó —, pero tengo un montón de trabajo. ¿Qué vas a hacer?
—Intentaré dormir un poco, a ver si me recupero...
—No vas a poder —me interrumpió —yo también lo intenté, y ya ves.
Efectivamente, no pude dormirme. Estaba tan emocionada, tan alterada, que me fue imposible conciliar el sueño. Intenté trabajar, pero tampoco logré concentrarme. Raquel y Sara no estarían disponibles hasta últimas horas de la tarde, así que decidí descargar la tensión en el campo de golf.
Como suele ocurrir en estos casos pude comprobar que, a pesar del agotamiento físico, mi juego ganaba muchos enteros gracias a la euforia resultante de tanta actividad sexual. Hasta el día de hoy no he logrado repetir los resultados de aquella tarde mágica en la que cada uno de los golpes que ejecuté se ajustó exactamente a los objetivos previstos. Cuando me disponía a patear en el green del hoyo nueve, observé una silueta conocida contemplándome sonriente desde la terraza de la casa club. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. ¡Era ella! Haciendo gala de un aplomo digno del mismísimo Josemari Olazabal, completé el hoyo como mandan los cánones, dos golpes en green, y conduje el carrito hasta la terraza embargada por la inmensa emoción. No sólo porque estaba encantada de verla, si no porque interpreté que el hecho de que hubiera sabido dónde encontrarme demostraba hasta dónde llegaba su interés por mí.
—Supuse que estarías aquí —dijo sonriendo.
—Como no podía dormir...
—Ya te lo advertí —afirmó besándome en la mejilla—. Si quieres terminar el recorrido, te acompaño.
—No—respondí, decidida a aprovechar su inesperada visita—, me parece que ya he hecho bastante ejercicio por hoy.
—Estupendo —declaró aliviada—. Entonces, vamos a tomar una copa. He quedado a las once con Angus, así que tenemos tiempo.
No recuerdo nada de lo que hablamos aquella tarde. Sé que nos miramos embelesadas un par de horas y que, durante el tiempo que permanecimos juntas, no dejé de sonreír y de sentirme en el séptimo cielo. Cuando nos separamos con un «No sé si podré resistirme y tendré que ir a verte esta noche», fui consciente de que me había enamorado perdidamente de ella.

19 comentarios:

prófuga dijo...

buff, tengo que hacer un croquis mental para entender todo esto.

Una cosa, la tal Güendy no se llamará realmente Olga y estará buscada por la mafia rusa?

Otra cosa, los padres de Clara no pudieron acertar menos al ponerle ese nombre.

Y, hay algún personaje medianamente discreto en tu novela?

Mármara dijo...

jajajajajajaja Buena pregunta, Prófuga, para tu tranquilidad te diré que al final sale uno "normal". Ya sabes, la realidad SIEMPRE supera a la ficción.
Por cierto, ¿estupendamente elegido el nombre de Clara, no?

errante dijo...

quiero más

Mármara dijo...

No me seas ansiosa, Errante, fía, que no doy abasto con la tijera de podar. Y, a mayores, esta semana vuelvo a tenerla "graciosa" en el curro.
Desde luego, vaya mérito que tenéis. Yo no podría leer semejantes parrafadas en una pantalla.

Anónimo dijo...

La verdad es que si:

¡hay que joderse!

En semejante pandemónium sentimental...

errante dijo...

si tú supieras lo que leo yo en el trabajo en una pantalla...

errante dijo...

quiero más entregas

Concha Olid & Sonsoles López dijo...

guau...(y no es un ladrido)
que sepas que me estoy dejando los ojos, pero por dios que merece la pena. (ya te pasaré la factura del optalmólogo)

errante dijo...

yo no aguanto másssssssssssss, por dios, ten piedad...

errante dijo...

joeeeeeeeeeeééééé

Anónimo dijo...

Vale, ya estoy al día, y con dos dioptrías más.
¿Acaso alguna jovenzuela le hace caso a las ancianas de la tribu? No se escarmienta en cabeza ajena... a veces ni en la propia, vamos.
By the way, vaya Melrose Place tienes montado, me está entrando complejo de ursulina.

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
errante dijo...

repito: eh, tú qué? qué pasa, que no sigues? acaso sabes a quienes estás dejando in albis? eres realmente consciente de ello? habré de utilizar mis triquiñuelas tributarias para que cedas? tendré que llamarte por teléfono diciendo antes de tu nombre tus dos apellidos y luego decir quien te llama? tendré que amenazarte con publicar tu omisión en el boletín oficial indicando la infracción tributaria grave que puedes estar cometiendo?????????????????????

Mármara dijo...

jajajajajajajaja, Errante. No, por Dios bendito, a la Agencia Tributaria ni me la mentes. Hoy mismo cuelgo otra entrega.

Anónimo dijo...

Ale, por fin confesó... Si es que no lo pueden ocultar, por mucho que lo intenten, los de la AEAT tienen un tufillo que no me pasa desapercibido. :-P

Mármara dijo...

jajajajajajjaja
¿Te das cuenta, Ohne? Y, encima, no se cortan ni medio pelo, oyes.

errante dijo...

Sólo confieso que no pertenezco a la AEAT, sólo colaboramos con ella en la campaña de la renta...el resto del año somos AUTÓNOMOS

Anónimo dijo...

Ya, ya, pero todo se pega.

Mármara dijo...

¡Joé, Errante, pues lograste convencerme, salada :p